Escribir no es más un desafío intelectual. Es un reto moral
que me deja exhausta.
Cada semana busco en el abrumador escenario del caos mundial
ese tema crucial, esa parte de la realidad sobre la cual debería explorar
conceptos, ideas, información relevante con el propósito de llegar a formar un
texto suficientemente lúcido y veraz como para compartirlo. Es un parto difícil
porque son muchos los monstruos que nos rodean a diario y nos colocan ante la
disyuntiva de hincarles el diente o dejarlos pasar. Pero entonces surgen las
dudas y las urgencias: ¿la invasión del imperio contra pueblos indefensos; el
abuso del sistema económico o el creciente fenómeno de la búsqueda de justicia
y libertad?
Luego, pienso en cuán relevante es el papel que nos toca en
este concierto desafinado de lo mediático, en donde se cruzan los intereses
diversos de nuestras sociedades ante una ciudadanía carente de los recursos
para separar la paja del grano porque le han enseñado a creer en lo que leen; a
dudar de lo que ven y a aceptar el discurso de los poderosos porque de ahí, de
esos círculos de un bien aceitado poder, depende su trabajo y, por ende, su
supervivencia.
Por lo tanto, ese prurito que a veces nos hace creer en la
pertinencia e importancia de nuestro pensamiento se diluye cual nube de verano
al sacudir el ego y comprender, en toda su dimensión, el hecho irrebatible de
que somos un elemento descartable en el juego de las grandes ligas. Un juego en
donde predomina el discurso predeterminado, diseñado con el propósito de
controlar la información, definir los temas prioritarios y acallar las voces
independientes: ese molesto rumor de la conciencia ciudadana capaz de alterar
el orden de un mundo a la medida. De ese modo, las grandes batallas como las
emprendidas por la igualdad de género o el derecho al aborto, el respeto por la
diversidad sexual o los derechos de los pueblos originarios, el cese de la
esclavitud y de la destrucción del hábitat, pueden convertirse en un molesto
-pero más o menos tolerado- ruido ambiental.
Escribir una columna de opinión es un ejercicio doloroso si
la intención tras ese esfuerzo cotidiano reside en abrir una ventana a la
reflexión. Al abordar un tema de actualidad y desmenuzarlo en un texto limitado
por cantidad de caracteres es necesario tener muy claro el lugar que nos
corresponde en este concierto: no conocemos más detalles que los permitidos; no
lo sabemos todo; nuestras fuentes muchas veces tienen el agua turbia y la única
herramienta confiable al alcance es nuestra fortaleza moral para elaborar un
mensaje coherente, honesto y bien estructurado. Su difusión –amplia o limitada-
es, finalmente, un asunto secundario.
¿Por qué esa urgencia de compartir nuestras preocupaciones
ante un universo de lectores totalmente desconocido? ¿Qué nos impulsa a lanzar
nuestro llamado de protesta por las aberraciones cometidas por los más poderosos
contra grupos específicos y pueblos enteros alrededor del mundo, pero también
aquí, a nuestro lado, en nuestro entorno inmediato? ¿Es que acaso existe la
posibilidad de incidir en el proceso de un cambio tan hipotético como remoto?
Las inquietudes personales –porque al final de cuentas una escribe sobre sus
propias batallas- van engrosando una lista interminable de actos impunes contra
los cuales estrellamos las débiles lanzas de otro discurso, otra reflexión y,
consecuentemente, otra frustración al comprobar cómo nuestro entorno sigue
girando en la dirección equivocada. Esta digresión es solo eso: una pequeña
revolución de las neuronas que todavía conservo, un vistazo breve a las dudas
existenciales de esta columnista fiel.
elquintopatio@gmail.com
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