Por Carolina Vásquez Araya:
Cuando se han perdido esperanzas de cambio, solo queda
insistir para lograrlo.
Las elecciones en Guatemala han dado una dura lección a la
ciudadanía y sentado las bases del retroceso histórico más duro experimentado
por un país de la región. El domingo no se vivió un proceso feliz sino
doloroso, y con muchas más dudas que certezas. Tanto así, que en redes sociales
y en prensa abundaron mensajes de hondo pesimismo. La democracia brilló por su
ausencia desde el momento mismo cuando se impuso a la fuerza la elección entre
dos candidatos sospechosos de delitos electorales, de vínculos con el
narcotráfico y de ejecuciones extrajudiciales amparadas por un sistema judicial
corrupto. Es decir, la peor de las perspectivas.
Ahora, lo que sigue en la agenda es la vigilancia ciudadana
para evitar los abusos institucionalizados por un sistema desviado por completo
de los objetivos fundamentales de cualquier propuesta política: no solo ajeno
al interés de la nación, también divorciado de los derechos fundamentales de la
población y comprometido con los cárteles empresariales asentados en su mayor organización
gremial, cuyas maniobras han desvirtuado las bases institucionales con el
resultado de consolidar el proceso de descomposición de la democracia y el
estado de Derecho.
El mayor de los obstáculos será, por supuesto, la falta de
información confiable hacia un público carente -en su mayoría- de elementos de
juicio. La precariedad de la educación y el incremento de la pobreza han jugado
un papel fundamental en el debilitamiento de la participación ciudadana y, con
los nuevos elementos al mando, las perspectivas no son alentadoras dados sus
fuertes compromisos con quienes han financiado sus aspiraciones de asumir las
más altas investiduras. En otras palabras, cambian los bueyes, pero la carreta
es la misma y seguirá la dirección marcada por quienes poseen el control del
Estado desde épocas lejanas.
Deberá despertar la mayor atención a partir de este relevo
el destino de las nuevas generaciones: esas caravanas interminables de niñez y
juventud que huyen hacia el norte buscando un respiro a una vida marcada por la
miseria, la violencia criminal y el abuso. De hacerse realidad la inexplicable
decisión de transformar a Guatemala en un campo de concentración para
migrantes, la situación de niñas, niños y adolescentes pasará de gris a negro
profundo por las inevitables amenazas contra su integridad y la reducción a
cero de las míseras oportunidades con las cuales cuentan en la actualidad.
Durante la campaña ha quedado evidente la ausencia de
programas de gobierno como la nueva marca de identidad de los partidos
políticos. Sus plataformas populistas y cargadas de amenazas –pena de muerte,
ejecuciones extrajudiciales, penalización de derechos humanos y retroceso de
conquistas ciudadanas- representan el nuevo rostro de la dictadura, disfrazada
de nacionalismo. Los arrestos de caciquismo de algunos alcaldes, cuyos alardes
de un autoritarismo tan ilegal como descarado han recorrido las redes sociales
sin respuesta de las autoridades, hablan de un ambiente descompuesto y
abiertamente amenazador para una ciudadanía decepcionada y vulnerable.
En suma, el cambio necesario y urgente quedó pospuesto otros
cuatro años, un período durante el cual lo malo de la administración actual –lo
cual ya es mucho decir- aún podrá caer en niveles extremos. El enfoque en la
fiscalización ciudadana es un tema de máxima prioridad para un país tan
castigado por la corrupción y el abuso de los sectores político y
económicamente poderosos; por lo tanto, si se pretende recuperar la democracia,
la unidad y el consenso son la única opción.
elquintopatio@gmail.com
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