Por Manuel Humberto Restrepo Domínguez:
Se perdió el temor de Dios. Es lo que dice, diría y dirá
cualquier hombre o mujer humilde, sacada de la población que sufre y entierra
sus muertos, sin entender porque si la paz estaba lista, el gobierno la
embolató y ahora trata de hacer creer que trabaja por ella, pero invita a dar
de baja a otros cuantos. La historia así no encaja, parece más un relato de
entrada a las cámaras de gas que anunciaba desinfección y se invitaba a las
víctimas a desnudarse y acomodar bien su ropa para recibir la reconfortante
ducha después del viaje en el tren del horror, que los había despojado de su
dignidad.
Lo que ocurre no es un asunto de Dios, ni de justicia
terrenal a la que unos escapan, pero la expresión anuncia que no todo está
bien, aunque en su soberbia de poder el gobierno hable fuerte, condene o repita
que todo está bien. Perder el temor a dios o a la justicia, indica que algo no
está centrado y talvez así es porque el gobierno se volvió tozudo y no se puede
razonar, ni entrar en debate con él, a pesar de las garantías del poco estado
de derecho. El gobierno actúa como si estuviera por encima de toda ley, regla,
norma y criterio ético. Se impone creyendo que es la máxima autoridad de la
verdad, la justicia y la conducta humana. Si pudiera mandar a fusilar lo haría
y sus ministros aplaudirían y pedirían la horca, así como piden la castración, la cadena perpetua o el linchamiento público, con sangre, desmembramientos y
lapidación a piedra. Nada ve con sentimientos humanos, nada entiende con las
razones que otros tengan, nada quiere valorar que no sea lo suyo propio.
Impone su voluntad, su fuerza de voluntad, para servir a sus
propias causas, sin escrúpulo moral. La voluntad del partido de gobierno,
ministros, congresistas y juristas de su equipo, justifican el odio y el
reinicio de la guerra, aunque empiece perdiéndola en el campo de batalla, al
que volvieron las emboscadas, los asaltos a estaciones de policía y la
devolución de cuerpos de los soldados envueltos en banderas. La soberbia no les
deja ver que trajeron de vuelta el miedo, de la gente más humilde y también de los soldados torturados para
volverlos valientes y para que no se quejen de meses y meses sufriendo en la
selva, sin amigos, sin familia, sin internet, sin sexo, sin sabanas limpias,
sin dormir, aferrados a un cristo de pasta y metal que los proteja, sin
capacidad para protestar una orden, solo cumplirla y aceptar las razones de su
superior.
Poco entienden del horror, pero aprenden bien que por
doctrina hay que neutralizar al enemigo, porque si no se les extermina, su
pueblo del que les dijeron que como héroes tenían que liberarlo será
exterminado por sus enemigos y para siempre. Si el superior lo dice todo parece
correcto, creíble y tan natural que obedecen sin que a nadie se le ocurra
dudar. La lealtad se compensa con premios y estímulos (comida, descanso,
medallas) y así todo queda más claro y protegido por un implícito pacto de
silencio. Los que obedecen se distraen tratando de ganar la guerra y los otros
la empujan y las mayorías la padecen. Así
es después nadie queda con sentimiento de culpa y todos con la sensación de
haber hecho lo correcto, sin importar ningún ser humano. En la guerra que traen
de vuelta el dolor de millones satisface a pocos que la inventan y alimentan y
como buenos financistas y negociantes sacan de la muerte sus rentas, abultan
sus cifras y ganan con votos.
El gobierno perdió el norte y aunque sabe que es su peor
error, prefirió recomenzar la guerra, azuzado y acorralado por el partido en el
poder, para el que todo vale y al que no le importará destronar al gobernante
cuando ninguna de las tres tareas encomendadas se cumpla: Exterminar al enemigo
ya desarmado; Tumbar al gobierno vecino; poner a la américa del sur al servicio
de los americanos. Si el gobierno cogiera un mapa y mirara donde están sus
amigos y sus enemigos, comprendería que ya perdió la nueva guerra y que sería
mejor reconducir a tiempo y evitaría que solo le importe lo suyo, porque
entendería que su partido es indolente y como a los nazis la muerte ajena es su
triunfo y no les apesta la muerte de sus enemigos, si no el humo humano que
producían los crematorios, que olía a grasa y eso de verdad si les molestaba,
los ofendía en sus tardes de sol o de camisas negras.
El partido en el poder arrastra al país hacia el horror que
regresa imparable indicando que no es una persona la que mata, si no una
ideología que enseña a matar y que se justifica aduciendo que nadie puede
señalar el destino del pueblo colombiano, si no ellos, y que mejor si lo hacen
a través de los militares, entre los que se destacan no menos de una docena de
alto rango cuestionados inclusive por crímenes de guerra y ejecuciones
extrajudiciales. Las escenas de horror de hoy son similares a las que ocurrían
en 2014 o antes y hacen parecer que todo sigue igual. Los casos se repiten,
replican y aumentan en todo el territorio, sin temor a dios ni a la justicia.
De Buenaventura decía el obispo en 2014 que:
Esta es la ciudad de "las casas de pique", donde
bandas criminales de origen paramilitar, dedicadas a la extorsión y el
narcotráfico, descuartizan vivas a muchas de sus víctimas antes de arrojar los
pedazos al agua. La ciudad donde el silencio de la noche lo rompen los gritos
de auxilio de aquellos que están siendo desmembrados (BBC Mundo, julio 2 2019).
Y por estos días la prensa decía cosas como: “capturan a cinco hombres con tres
cabezas humanas en la zona de frontera” (w radio.com.co); o “Paramilitares”
colombianos lanzan cabeza de guerrillero a comando venezolano (Panam post,
Junio 4 de 2019). Los gritos y gritos de las víctimas se oían ayer, se oyen
hoy. El eco de dignidad, se levanta contra el gobierno, denuncia al partido en
el poder y ratifica con firmeza que la paz es de obligatorio cumplimiento, un
deber para el estado, un mandato para el gobierno.
mrestrepo33@hotmail.com
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