Por Juan Pablo Cárdenas S.:
De no existir una asamblea especialmente
convocada y elegida democráticamente para definir un nuevo régimen
institucional, es muy difícil que esta tarea pueda ser acometida por la llamada
clase política. A los gobernantes de turno y a los parlamentarios les cuesta
mucho prescindir de sus intereses electorales y demostrar la grandeza necesaria
para definir lo que le convenga realmente al país. Si se está en el Ejecutivo,
la tendencia natural es a preferir los regímenes presidencialistas; si se es
mayoría en el Poder Legislativo, lo corriente es que es que se abogue por el
parlamentarismo.
Asimismo, si se les consultara a los
ciudadanos de regiones, es muy probable que éstos en su mayoría se inclinen por
un régimen federal, más que por el unitario que rige en buena parte de nuestros
países. El autoritarismo presidencial pudo ser muy razonable en los albores de
nuestra república cuando Chile era más un Estado que una homogénea nación.
Con seguridad, diversos intelectuales y
especialistas, como las propias universidades, podrían aportar mucho más que
los profesionales de la política a la hora de definir un orden institucional
que reemplace al instaurado por el régimen cívico militar. Muy autoritario y
poco democrático, a pesar de los cambios cosméticos hechos posteriormente en
esta dilatada pos dictadura.
Desde fuera del poder y las contiendas
electorales, la academia podría aportar mucho más a la hora de definir las
atribuciones de los poderes del Estado y procurar su genuina independencia. En
acotar, por ejemplo, las facultades del Tribunal Constitucional, cuya tarea
suele defenderse o cuestionarse según la posición que adopten sus integrantes
en cada tema y resolución. Una corte, como se reconoce, cuoteada políticamente,
más que constituida por mérito y trayectoria. Afectada por el mismo vicio que
se practica a la hora de integrar nuestros tribunales de justicia y otras
instituciones del Estado que debieran ser autónomas, si no mediara siempre el
intenso lobby o tráfico de influencias para la designación de sus integrantes.
Se afirma corrientemente que se necesita de
verdaderos “estadistas” para ocuparse de una reforma institucional, es decir de
personas que tengan al país como objetivo fundamental en sus propósitos y
quehacer. Sin embargo, ya sabemos que hace mucho tiempo no asoma un líder o
lideresa de este talante en nuestro país. Menos, todavía, cuando el fenómeno de
la corrupción ya está tan entronizado en el llamado “servicio público”. Cuando
a todos nos consta cómo se ha legislado en los últimos años a la sombra del
cohecho y otras funestas prácticas que, además, involucran a los grandes
empresarios y otros grupos de presión.
A pesar de que en un momento pudo prosperar
la idea de convocar a una Asamblea Constituyente, finalmente se ha impuesto la
férrea oposición de la derecha a tal posibilidad, sumando a su favor a
connotados dirigentes de la llamada centro izquierda que siempre le pusieron
zancadillas a una propuesta que alcanzara gran arraigo popular. Hoy parece
consolidado que lo mejor sería que una nueva Constitución resultara de una
tramitación parlamentarias a iniciativa de La Moneda. Pero ya cumplió un año el
gobierno de Piñera y no hay asomo de algún aliento oficial al respecto, así
como tampoco ahora las diversas bancadas parlamentarias parecen preocupadas del
tema.
Recordemos que se gastaron ingentes
recursos en los últimos años del gobierno de Michelle Bachelet para un proceso
constituyente ciudadano que no prosperó y solo sirvió de estratagema
proselitista para favorecer a la coalición política gobernante, la que de todas
maneras resultó derrotada y desintegrada en los últimos comicios presidenciales
y parlamentarios.
Antes de proponerse reformas sustantivas a
un régimen político administrativo, en que todos los días demuestran que sus
instituciones NO funcionan adecuadamente, lo único que se implementó fue el
aumento de los curules parlamentarios, llegando a un número totalmente
dislocado en relación al tamaño de nuestra población. Diputados y senadores que, para irritación
pública, perciben remuneraciones y otros haberes muy por encima del que
obtienen los parlamentarios de Estados Unidos y de los ricos países europeos.
Y, por supuesto, veinte a cuarenta veces más que el ingreso promedio de los
trabajadores chilenos.
Como ya sabemos, las propuestas de reforma
constitucional siempre prosperan en la víspera de los procesos eleccionarios.
Sin embargo, una vez que se elige a nuestros supuestos mandatarios, legisladores
y autoridades comunales, la clase política suele apoltronarse rápidamente en el
poder y postergar toda posibilidad de cambio y ejercicio de la soberanía
popular. Y es explicable que esto suceda, porque para alcanzar estos cargos de
“representación” es preciso gastar millonarias sumas de dinero que al final
importan mucho más que los sufragios obtenidos. Lo que puede comprobarse con
las exiguas y hasta ridículas votaciones obtenidas por algunos candidatos del
binominalismo instalados en nuestro Congreso, gracias a la componenda cupular y
el desprecio absoluto a que estas instancias electorales siquiera se validen
con la concurrencia a las urnas de más del 50 por ciento del padrón electoral.
Ya se sabe que la apatía ciudadana ha sido
emulada por los propios jóvenes, cuando algunas de sus federaciones no han
podido renovarse en virtud de antiguos reglamentos que solo validan los
resultados cuando el 40 por ciento de los universitarios concurra a sufragar.
Es sorprendente que el poderoso Movimiento Estudiantil que tanto hizo por
combatir a Pinochet y por promover una reforma universitaria haya terminado tan
desganado como las propias organizaciones de la sociedad civil y de los
trabajadores.
Claro: cuando los últimos comicios de la
Central Unitaria de Trabajadores son descalificados por sus vicios por el
tribunal electoral correspondiente, es muy probable que la apatía prospere y se
diluya la confianza que se puso con fervor en la política después de 17 años de
interdicción ciudadana. Conste para comprobar lo que sucede que, según los
sondeos de Latino barómetro, ya son más los chilenos y latinoamericanos que
desestiman a la democracia como el régimen que mejor garantice los derechos
políticos y sociales de la población.
Cuando son tantas las demandas frustradas
en materia salarial, previsional y cultural; cuando la violencia se consolida
en toda suerte de conflictos sociales, así como en la desbocada y cotidiana
delincuencia, nuestro país próximamente pudiera encaminarse a una nueva ruptura
de su paz social e institucional. No sería extraño que surjan, más temprano que
tarde, nuevas asonadas golpistas y el caudillismo que siempre prospera cuando
la política se desnaturaliza y se pierde el norte del interés nacional, la
equidad social y la probidad de sus autoridades.
Considerada como ilegitima en su origen y
contenido por tantos actores políticos y sociales, la Constitución pinochetista
de 1980 amenaza, curiosamente, con extender su vigencia tanto o más que sus
antecesoras de 1933 y 1925 que consolidaron nuestra institucionalidad
republicana. Aunque es preciso insistir que ninguna de ellas consideró la
participación popular en su gestación, lo que demuestra que nuestra vocación y
solvencia democrática está muy distante de las de aquellos países que sí han dado
asambleas constituyentes para definir sus normas de convivencia política e
institucional. Regímenes que muchas veces son ninguneados desde nuestra
política regida más de 30 años por las leyes que el Dictador nos legara.
juanpablo.cardenas.s@gmail.com
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