Por Carolina Vásquez Araya:
En nuestra ignorancia celebramos imágenes cuya crudeza
debería golpearnos.
Las redes sociales suelen funcionar como un buen termómetro
social. En ellas se suceden comentarios e imágenes, los usuales despliegues de
una visión particular del mundo en el cual vivimos. En ellas la infancia tiene
por lo general una fuerte presencia, aunque desde esa visión patriarcal que la
ubica en un plano subordinado y dependiente. Algo que no logramos entender
desde nuestra posición de adultos, es nuestra responsabilidad respecto de la
seguridad y el respeto por los derechos de ese inmenso sector de niñas, niños y
adolescentes cuyo presente y futuro depende íntegramente de las decisiones de
otros y cuyo destino suele estar marcado desde un nacimiento rodeado de
privaciones.
Las caritas sonrientes frente a la cámara, de niñas y niños
descalzos y pobremente vestidos, deberían avergonzarnos y no ser motivo de
comentarios superficiales teñidos de compasión. Hemos normalizado la miseria de
la infancia hasta el extremo de usarla en postales, como si esa injusticia
fuera una parte legítima de nuestro entorno social, del mismo modo como hemos
normalizado el embarazo en niñas y adolescentes y la violación sexual en el
seno del hogar, en la escuela o en los ámbitos eclesiásticos. La sociedad se ha
blindado contra la agresión de su propia naturaleza y, revistiéndose de
supuestos principios morales, ha condenado a sus nuevas generaciones a toda
clase de vejámenes cuyas consecuencias las marcan de por vida. Por ello, esa
resistencia a comprender y sobre todo, aprehender el significado profundo de
los derechos humanos y su impacto en las decisiones cotidianas y la relación
con los demás también constituye una forma de agresión transformada en estilo
de vida.
La niñez posee instrumentos de protección integral avalados
por la inmensa mayoría de países del mundo, los cuales no constituyen siquiera
un llamado de atención para quienes deciden y priorizan las políticas públicas
y el uso de los recursos de las naciones. La Convención sobre los derechos del
Niño es uno de ellos y señala con claridad meridiana los alcances y la
importancia de garantizarles un ambiente apropiado para crecer y desarrollarse,
bajo la responsabilidad plena de los Estados y, por supuesto, con la
colaboración de toda la sociedad.
Esta Convención es uno de los mandatos fundamentales –en
concordancia con ciertos artículos de las Constituciones Políticas y otros
acuerdos de carácter obligatorio- cuyo objetivo es proteger a la niñez y, de
ese modo. erradicar toda forma de discriminación y violencia en su contra;
mandato ignorado de manera irresponsable por los gobernantes latinoamericanos,
cuyo privilegio de ostentar el control político, económico y social de sus
países pareciera otorgarles el derecho de condicionar a su antojo las
condiciones de vida de sus pueblos, pero sobre todo las condiciones en las
cuales sobrevive la niñez.
Como una de las mayores injusticias cometidas contra este
amplio sector de la población es el acuerdo político teñido de fundamentalismo
religioso cuyo objetivo es condenar a millones de niñas y adolescentes a
mantener embarazos y maternidades no deseadas, producto de la violencia sexual.
Estos embarazos representan una de las mayores causas de la feminización de la
pobreza en nuestros países, en donde el respeto por los derechos de las mujeres
continúa siendo uno de los temas pendientes más urgentes de sus agendas, pero
también uno de los que provoca mayor rechazo desde los grupos de poder. Esto,
precisamente por representar un factor de cambio en todos los ámbitos de la
vida ciudadana empezando, claro, por dar a la niñez el lugar que merece.
elquintopatio@gmail.com
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