Por Carolina Vásquez Araya:
Guatemala vive uno de los momentos más críticos de su
historia.
La democracia es como el amor: para conservarla es preciso
trabajar por ella, consolidarla a diario en el respeto por las leyes y los
derechos de los otros, participar como ciudadanos y cultivar ideales comunes en
la búsqueda de la igualdad, con tolerancia por las ideas ajenas. Todo eso
dentro de un ambiente de paz y armonía. Lindas palabras cuya realidad suele ser
incompatible con la naturaleza humana, más inclinada al abuso de poder, a la
codicia y a la búsqueda de satisfacción individual. Este cuadro, el cual se
repite una y otra vez en países como los nuestros, ha causado una debilidad
endémica a lo largo de la historia, en parte por la injerencia de potencias
industriales cuyas acciones directas e indirectas nos han transformado –en
mayor o menor grado- en repúblicas bananeras, pero también por la impotencia
ciudadana.
Durante el fin de semana, Guatemala se ha convertido en el
ejemplo más representativo de esta triste definición. Un gobierno bajo la
influencia de una casta de empresarios cuyo dudoso mérito reside en haber
conseguido montar todo un sistema de privilegios, tan efectivo como para haber
perdurado por siglos y para continuar engañando a los ilusos, quienes creen en
su aporte a la economía y al desarrollo. Sumado a ello, un ejército en cuyo papel
de guardián de esta casta de privilegiados ha perdido todo contacto con su
verdadera misión y una clase política cuyo mayor interés es blindarse contra la
acción de la justicia para hacer de los bienes nacionales su caja chica.
Cuando por obra de algún milagroso fenómeno de la naturaleza
se logró crear un organismo de investigación y apoyo a la justicia (Cicig) para
perseguir los delitos cometidos por las organizaciones criminales insertas en
el Estado, se podía augurar una apertura en esa cobija espesa de la impunidad
institucionalizada. Por ese esfuerzo se logró avanzar en importantes casos de
alto impacto, llevando a prisión a personeros de los sectores políticos,
empresariales y castrenses.
Sin embargo, el presidente de la República y su consejo de
seguridad, integrado por los ministros de gobernación, relaciones exteriores,
de la defensa y otros funcionarios de menor rango, se han atrincherado contra
cualquier investigación sobre sus actos de corrupción, rompiendo en pedazos el
marco institucional, violando disposiciones constitucionales y desobedeciendo
las órdenes de las más altas cortes del país en su afán por impedir la acción
de la justicia.
Pero este escenario que podría haber provocado una repulsa
general e inmediata de la ciudadanía, solo ha permeado en ciertos estratos de
la sociedad como las organizaciones civiles y los grupos más próximos a la vida
política nacional. Las grandes masas, divididas por estrategias pergeñadas
desde los grupos dominantes, siguen en la duda de si perseguir a los criminales
instalados en el Estado es bueno o malo para la salud nacional, porque hay
quienes afirman que esta clase de noticias perjudica gravemente a la economía y
a la imagen del país en el exterior, desanimando a posibles inversores.
El silencio ciudadano ha sido la protección más eficaz para
los corruptos, a lo largo de su historia y, por supuesto, durante los gobiernos
de la época democrática. El saqueo de riquezas ha sido constante y pródigo para
los grupos de poder, mientras el pueblo se consume en la miseria más injusta.
Las acciones intimidatorias del gobierno contra la Cicig y la ciudadanía son
apenas una muestra del peligro al que se expone Guatemala: la posibilidad de
perder una democracia incipiente que ha costado miles de vidas.
elquintopatio@gmail.com
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