Por Carolina Vásquez Araya
La acción política no es mala per se, sino el resultado del
uso o abuso de ese poder.
“La política es sucia, la política es corrupta, no hay que
meterse en política…” Estos son los mensajes destinados a salvaguardar la ética
y la seguridad personal a costa de abandonar los asuntos públicos en manos de
otros. Mal mensaje, sobre todo para las nuevas generaciones cuyos integrantes
han crecido y desarrollado en un ambiente de desconfianza y apatía generado por
un ejercicio opaco, malintencionado, corrupto y exento de valores en la mayoría
de países del mundo.
Sin embargo, el compromiso político se convierte en la única
herramienta posible para transformar los marcos dentro de los cuales se ejerce
el poder. No existe posibilidad de avanzar en la consolidación democrática de
las instituciones sobre las cuales descansan la justicia y los derechos
ciudadanos si la ciudadanía no participa organizadamente para garantizar su
representatividad en las más altas instancias de una nación. Las estrategias
mediante las cuales se ha conseguido provocar ese abandono de las obligaciones
cívicas por parte de la población han sido creadas precisamente para concentrar
el poder casi absoluto en manos de grupos interesados por monopolizarlo y
aprovecharse de él.
Esta indiferencia política inducida por la conducta
indeseable de quienes se encargan de los asuntos públicos, resulta
especialmente perjudicial en la mayoría de países latinoamericanos cuyos
sistemas se han decantado por el abuso de privilegios, impunidad para sus
delitos, monopolización de los cuadros directivos de las organizaciones
políticas y una legislación con candados diseñada para jamás perder ese
monopolio. Este escenario resulta especialmente disuasivo ante una juventud
privada de educación de calidad y sobre todo de la información indispensable
para generar espacios de discusión, análisis y participación.
El recambio generacional es indispensable, pero también lo
es la creación de cuadros políticos capaces de romper esos muros construidos
por las generaciones anteriores, la mayoría de ellas condicionadas por los
resabios de una Guerra Fría cuyos mensajes fueron elaborados a partir de la
necesidad de Estados Unidos de dividir a los pueblos. Estas estrategias, cuyo
objetivo era dominarlos con mayor eficacia apoyados por títeres represivos y
cámaras legislativas acordes con sus proyectos de dominación, se fueron
consolidando gracias a la infiltración de grupos religiosos, grandes monopolios
y una represión sanguinaria contra todo pensamiento político opuesto.
La participación política, hoy secuestrada por grupos de
poder con intereses económicos y altos niveles de corrupción, constituye un
derecho ciudadano inalienable en cualquier país democrático o cuyo marco
jurídico permita esa clasificación. No hacerlo es un abandono de los derechos,
pero también de las responsabilidades ciudadanas, toda vez que se delega en
otros –por lo general de dudosas intenciones- el futuro de las mayorías. En
nuestros países se puede ver el resultado de ese abandono en los espeluznantes
indicadores de desarrollo social, pero también y sobre todo en el escandaloso
enriquecimiento de las castas económicas y políticas que nos gobiernan.
Es importante reconocer que la política no tiene color. El
color se lo dará quien la ejerza de acuerdo con su estatura ética y sus
valores. Por ello es importante rescatarla y realizar el arduo trabajo de
quitarle esa pátina que hoy la cubre. Nadie tiene derecho a impedir la
participación ciudadana, pero será esa ciudadanía la única y principal
responsable de abrir los candados que hoy la marginan.
elquintopatio@gmail.com
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