Por Carolina Vásquez Araya:
Cuando la tensión excede los límites, la cuerda se rompe y
todo regresa a cero
Nada hay más perverso que el sistema en el cual se
desarrolla la vida de los pueblos menos desarrollados. Las reglas, diseñadas
por las potencias capitalistas para su propio beneficio, consisten en anular la
voluntad popular, instalar gobiernos afines a sus planes y crear el ambiente
propicio para mantener el poder mediante el temor y la sumisión. Curioso
paralelo con las tácticas de dominio patriarcal y la aplicación de la violencia
en el contexto social y familiar como mecanismo de control.
De acuerdo con las leyes de la dialéctica, la lucha de
opuestos genera una crisis cuyo resultado es un nuevo estadio de la situación,
para resolver el conflicto antes de iniciarse –como en cadena- otro estado de
contradicción, otra crisis y otro paso hacia delante. Lo contrario sucede en
nuestros pueblos: las crisis devienen en un clima de supresión de libertades y,
por ende, se genera una reversión de las fuerzas, de modo que después de un
estallido de protesta social lo usual es un silencio oprobioso y un estado insano
de tolerancia al abuso de poder.
En la estructura social de nuestros países las clases
tienden a diferenciarse con mayor énfasis; los sectores de mayores ingresos
constituyen el fiel de la balanza y de ellos depende en gran medida hasta qué
punto se aplicará presión sobre quienes controlan la política y la economía. Es
decir, si la población urbana acomodada lo decide, se puede posponer de manera
indefinida todo acto capaz de remecer el estatus. Las manifestaciones desde los
estratos populares serán criminalizadas, anuladas y desvirtuadas por medio de
la manipulación mediática y el recurso de la fuerza pública.
Países en donde un sector minoritario posee el control casi
absoluto de la economía y la gestión legislativa no tienen oportunidades de
desarrollo, porque en ellos no existe el recurso del diálogo ciudadano, la
transparencia en la gestión pública ni una administración de justicia
equitativa. Menos aún el respeto por los derechos humanos de las “minorías
mayoritarias” como los sectores de mujeres; de niñas, niños, adolescentes y
adultos jóvenes. Tampoco se da la apertura necesaria para gestar una fuerza de
participación y oposición efectivas para la defensa de esos derechos, porque
estos se oponen a los intereses de las élites.
Entonces no se puede decir que la tolerancia tiene un
límite, sino más bien es preciso reconocer que la tolerancia tiene un punto de
retroceso. Es en este punto en donde se produce el eterno retorno de los
ideales y, como resultado de ello, la agonía de las democracias. Naciones
divididas y confrontadas entre ricos y pobres, pueblos originarios y ladinos,
rurales y urbanos, tienen pocas esperanzas de superar sus conflictos en un
marco dialéctico saludable y propositivo. En cambio, son tragados por un
vórtice de mayor pobreza y cada vez menores perspectivas de progreso.
Este escenario se repite una y otra vez, generando un
ambiente insano de escepticismo ciudadano y empoderando más y más a quienes
aprovechan la coyuntura para enriquecerse, para crear leyes clientelares, para
consolidar sus redes de influencia y apoderarse de los Estados ante la mirada
impotente de la sociedad. Para evitarlo solo existe el camino de la
participación a costa de esa sensación de seguridad tan importante para las
personas. Una seguridad ficticia, dependiente de la voluntad de otros y tan
frágil como para tambalear ante cualquier golpe de timón. Una sensación de
seguridad cuyos pilares se diluyen en el aire ante la sola amenaza de las
dictaduras. Una seguridad falsa como falsa es la esperanza de cambio si no se
está dispuesto a contribuir para generarlo.
La tolerancia y sus límites dependen de cuán importante sea
la sensación de seguridad personal.
elquintopatio@gmail.com
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