Se cumplió un año de la Masacre en Pergamino, donde siete
detenidos en la Comisaría Primera murieron en medio de un incendio mientras los
policías no hacían nada. El viernes y el sábado pasados en toda la ciudad
retumbó el reclamo de justicia.
Cientos de personas. La avenida de Mayo de Pergamino está
inundada con las caras y siluetas de los siete pibes. Las banderas flamean. Una
muchedumbre camina y reclama. Las madres y las novias de los chicos van
adelante, encabezando la marcha. Junto a ellas, con esa sana mezcla de ternura
y fortaleza, camina Nora Cortiñas, de Madres de Plaza de Mayo –Línea
Fundadora-. Claro, todos le decimos Norita.
Caminamos, frenamos, hay llantos, se escucha –una y otra
vez- “¡Cómo a los nazis les va a pasar, a dónde vayan los iremos a buscar!”.
Ese reclamo no tiene matices. Apunta directamente a los responsables del
asesinato, el 2 de marzo de 2017, de Alan Córdoba, Fernando Latorre, Franco
Pizarro, Juan (Noni) Cabrera, Jhon Claros, Sergio Filiberto y Federico Perrota.
Los responsables: el comisario Sebastián Alberto Donza –en la actualidad
prófugo y “buscado”- y los oficiales Alexis Eva, Carolina Guevara y Ezequiel
Giuglietti, el sargento César Carrizo y el teniente primero Juan Rodas. De los
cinco policías, cuatro disfrutan de prisión domiciliaria. A eso, en este país,
le dicen “cumplir con lo que estipula la ley”.
Por la avenida de Mayo la movilización se expande, ocupa
todo lo ancho de la calle. ¿Qué piensa la gente que mira desde las veredas?
¿Saben lo que sucedió? ¿Sienten, en algún rincón de sus cuerpos, el dolor
lacerante de madres y familiares? ¿O dicen, sin demasiados reparos, que eran
negros, que se jodan, que se lo buscaron? No sería raro en una ciudad en donde
más de la mitad de la población optó por la derecha en las dos últimas
elecciones.
Cuando la marcha ingresa a la peatonal las miradas se
multiplican. ¿Qué significan? Que algo se mueve en la ciudad, que ese trayecto
hasta la Comisaría Primera -donde la policía dejó que un pequeño incendio se
transforme en una masacre- resuena; a veces menos, otras veces más, pero
repercute en una ciudad que siempre se enorgulleció de las buenas costumbres
enseñadas por los dueños de la tierra.
La comisaría está apenas a una cuadra, en la esquina del
Banco Nación, en pleno centro de la ciudad, a pocos más de cien metros de la
iglesia Merced, a la vuelta de la Municipalidad. Según las pericias de la causa
judicial, los gritos de los chicos se escuchaban desde una cuadra. Pero los
policías no hicieron nada o, mejor dicho, se reían del humo que consumió esas
vidas.
Son siete velas con los nombres de los pibes. Las van
dejando sobre la vereda, prolijas, cargadas de emoción y rabia. Al fondo está
el portón de la comisaría, ahora vacía. Sobre el portón, descascarado y
semiabierto, un cartel dice: “Fue una masacre”. La “F” es un número siete. Por
las rejas del portón se puede ver una oscuridad profunda. Cuando se afina la
vista también se distingue otro portón, negro y tétrico; un paredón de acero
que los policías nunca abrieron.
Todo sucede entre gritos contra la policía, reclamos para
que entreguen a Donza, llantos desesperados y abrazos que contienen. Pergamino
escucha, como hace 365 días, la demanda de justicia por parte de los familiares
y amigos y amigas de los pibes. Pese a las reticencias de la ciudad, construida
sobre los mejores campos sojeros del país, algo se mueve, resuena e incómoda.
Pero también sensibiliza. Son, sin duda, las madres y novias de los chicos.
Como se repite en la historia de la humanidad, en los momentos de crisis las
mujeres siempre se ponen al frente. Aunque las silencien, las oculten,
tergiversen su participación fundacional de las sociedades.
En Pergamino, esa negación hoy recibió una cachetada.
Diego siempre saca fuerzas del pecho, traga saliva y grita
los nombres de los pibes. La respuesta de la gente es la misma: “¡Presentes!”.
Diego es el hermano mayor de Sergio Filiberto o “Sergi”, como le decían sus
amigos. El recuerdo de la última vez que vio a su hermano lo tiene tatuado en
el cuerpo. Desde la celda, Sergio levantó una mano y lo saludó con esa media
sonrisa un poco tímida que se le dibujaba en la cara.
Frente a la comisaría, Diego agarra una bandera negra y
comienza a atarla en el mástil que está al borde de la vereda. Lo miro. Parece
que pelea con la bandera. Me imagino que su vida, en ese preciso momento, se va
en que esa bandera negra se aferre a la soga del mástil. En las marchas, Diego
nunca pierde la calma, su cara es seria y altiva. Como ahora. También imagino
las tardes en que se cruzaba con Sergio en la cancha de Douglas Haig.
Fogoneros, los dos. De chiquitos, del barrio de la UOM al estadio Miguel
Morales. Durante años.
Diego ata la bandera. Pergamino sobrevive a un sol
implacable. No hay viento, ni siquiera una brisa reparadora. Diego iza la
bandera. Estallan los aplausos. La bandera negra dice: “JUS7ICIA X LOS PIBES
ASESINADOS X LA POLICÍA. PERGAMINO”.
Norita se pone al frente del megáfono. “Los 30 mil están
acá, junto a nosotros, exigiendo justicia por los siete”, afirma con la
autoridad que le dan los años de lucha. Nora, con sus casi 88 veranos a
cuestas, demuestra su fuerza, mientras todos y todas escuchamos, y ella parece
iluminar en el medio de la multitud. Atrás, el edificio desocupado de la
comisaría. El mismo lugar donde funcionó un centro clandestino de detención en
la dictadura militar. Una tumba, como alguna vez describió a esos lugares el
escritor Enrique Medina. Así era la comisaría que ahora trasladaron, pero que
sigue funcionando con las mismas lógicas de represión.
“El Estado es responsable”, agita Nora y cuenta que mientras
marchaba miraba a la gente parada a los costados de la calles. Ella sabe que
muchas de esas personas sienten el dolor de las familias, y que con el tiempo
se van a animar a marchar, a reclamar. Cuando habla, Nora siempre dice que hay
que seguir, que no se pueden bajar los brazos, que la justicia está en nuestras
manos.
Quienes toman el megáfono transmiten fuerza y ánimos. Frente
a la comisaría se genera un torbellino de recuerdos, abrazos, lágrimas,
sonrisas. Lo que sucede en ese momento tal vez se pueda definir con esa línea
que alguna vez cantaron Los Redondos: “Las despedidas son esos dolores dulces”.
Sábado 3 de marzo. Parque España, en el viejo ferrocarril de
la ciudad. Un espacio amplio y verde, al fondo el puente de fierro que une el
centro con el barrio Acevedo, los galpones y talleres derruidos, moles que
recuerdan las épocas de bonanza de un país terrateniente.
Hay festival en el parque. Y mucha gente: familiares de
pibes asesinados por el gatillo fácil, representantes de la Comisión Provincial
por la Memoria y CORREPI, periodistas de medios alternativos, una muestra
fotográfica, bandas de rock y cumbia, un puesto que vende gaseosas, tortas, hamburguesas,
pizzas, panchos y arepas, estas últimas a cargo de Lorena, la hermana de Jhon
Claros, que junto a su mamá Carmenza llegaron hace unos días a la ciudad. Fue
un esfuerzo enorme el viaje, de Yumbo a Pergamino, escala mediante y maratónica
en Lima, Perú. Los familiares de los chicos asesinados y el grupo “Justicia X
los 7” recaudaron fondos para pagar los pasajes. No hay fronteras ni barreras
cuando existen ganas de encontrarse. Eso les pasaba a todos: la necesidad
urgente de abrazar a Carmenza y a Lorena. La distancia entre Argentina y
Colombia reforzó una relación construida desde el dolor y la lucha.
“Camino por las calles en que caminaba Jhon –me dice al otro
día Carmenza-, pero no lo puedo encontrar”.
En Parque España la gente se suma durante toda la tarde.
Algunos corren para resolver el sonido del escenario, otros organizan una
pantalla para proyectar trabajos audiovisuales sobre la masacre que realizaron
alumnos de varios colegios secundarios. Un grupito hace serigrafía y estampa
remeras con la leyenda “Justicia x los 7”.
Con Roma nos sentamos un rato a la sombra. El sol pega duro.
Ella saluda a Andy, la hermana de Sergio. Estudiaron juntas, se abrazan fuerte.
Después nos acomodamos en el pequeño anfiteatro del parque. Llegan los amigos:
Diego, El Luzbel, El Pelado, Lucas. Todo es abrazos, en qué andás, ganas de
escuchar rock y demostrar –desde donde nos sale- que estamos con las familias
de los pibes.
Durante toda la jornada hay micrófono abierto. Sube Anabel,
la novia de Franco Pizarro, la madre de sus tres hijas. Anabel, petisita, de
voz suave y delicada, lee una carta que le escribió a Paco. Duele Paco, duele
mucho. Anabel le dice –y nos dice para que todos lo sepamos – que ella se
siente culpable por lo que pasó. Su voz parece quebrarse, irse a la banquina,
pero no, Anabel sigue hablando hasta que las lágrimas le arrasan las palabras.
Aplaudimos. Algunos aguantamos con los ojos como si fueran lagos cristalinos a
punto de desbordarse. Al costado del escenario, Anabel parece rodeada de una
soledad insoportable. La tarde que se escabulle por las vías la refleja en un
mundo que ya no es. En ese instante donde la vida se transforma en un desierto,
se le acerca Alicia, la mamá de Paco. Y la abraza, la abraza fuerte. Que ningún
desierto nos robe la vida, pienso. Ahora Anabel está rodeada de los familiares.
Es un abrazo colectivo, un abrazo que no respeta fronteras. Ahora Anabel sabe
que el dolor profundo que siente no pesa tanto.
La Comisión Provincial por la Memoria entregó un informe al
cumplirse un año de la Masacre en Pergamino. Mientras la tarde transcurre en
Parque España marco algunos párrafos a las apuradas.
-“Estaban bajo la custodia del Estado y detenidos de manera
ilegal, puesto que se encontraban alojados en una dependencia policial que no
reunía las condiciones indispensables para albergar a personas de manera digna
y menos por un lapso prolongado”.
-“Como la CPM lo ha venido denunciando, aun en su gravedad,
no fue un hecho excepcional: el incremento de personas alojadas en comisarías
es constante desde el 2014 a la fecha, revirtiendo la tendencia decreciente en
los 7 años anteriores”.
-“Tal como ha reconocido el propio gobierno de la provincia
de Buenos Aires, la cantidad de personas detenidas en comisarías triplica las
plazas existentes, es decir, la cantidad de camastros. En 1.054 camastros, que
ni siquiera podrían contarse como ‘plazas’ o ‘cupos’ según estándares
internacionalmente reconocidos, se alojan 3.321 personas”.
-“De las 458 comisarías, solo 177 están habilitadas para
alojar detenidos. Las restantes 281 fueron clausuradas por orden judicial o
resolución de la propia administración. Pero 112 de estas comisarías
inhabilitadas alojan detenidos: el propio Estado incumple las resoluciones judiciales
o las propias. Esto implica que 1.357 personas (1.236 varones y 121 mujeres) se
encuentran detenidas en espacios no habilitados para este fin”.
-“En estas cárceles ilegales, el Estado muestra su peor
cara: aloja a personas que están bajo su custodia bajo la ficción de la
resocialización, pero vulnerando todos sus derechos y sometiéndolas a múltiples
padecimientos y torturas”.
Una muestra contundente de la situación carcelaria en
Argentina. Por eso, los familiares y amigos de los pibes no se cansan de
repetir: “No fue un motín, fue una masacre”.
leandroalbani@gmail.com
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