Por Carolina Vásquez Araya:
A propósito de la violencia contra las mujeres, también
están el racismo y la exclusión.
Si nos detenemos a analizar con los ojos bien abiertos
nuestro entorno y más allá, es probable que deseáramos pertenecer a una especie
distinta. Una noble, una que se desarrolle en armonía con la tierra, incapaz de
hacer lo que los humanos hacemos a diario: matar por placer, sin más razones
que el hecho de poder hacerlo; acabar con nuestro entorno natural porque nos
convencieron de ser superiores a todo y de detentar el poder para disponer de
él a nuestro antojo. Así es como hemos llegado al extremo de carecer de lo más
esencial: la sensibilidad y la conciencia.
Nuestro concepto de civilización, esa palabra tan ambigua
como engañosa, es algo muy distinto de su significado real, el cual aludía al
conjunto de ideas, creencias, artes y costumbres característicos de un conjunto
humano determinado. En la realidad, su significado ha variado hacia la
capacidad de enriquecimiento de unos a partir de la explotación de otros. En el
léxico de la lucha de poderes entre gigantes por la consolidación de sus
privilegios, significa la imposición; la capacidad de obtener sin dar a cambio
y, por encima de todo, el poder de subyugar a los más débiles después de
llevarlos casi a la extinción.
Resulta saludable repasar –como uno de los ejemplos más
ilustrativos- la trágica historia del continente africano a partir de las
invasiones europeas, la explotación irracional y sanguinaria de sus recursos
humanos, minerales y naturales en un afán expansionista cuyo saldo fue la
pérdida de identidad de sus habitantes, la esclavitud, las guerras de
exterminio, las enfermedades y el hambre. Una estrategia aplicada contra
nuestros países latinoamericanos con similares resultados en la imposición de
dictaduras, abolición de libertades políticas y la devastación de las riquezas
naturales para incrementar el poderío de compañías multinacionales protegidas
por los Estados más poderosos del planeta.
Dentro de este escenario, la violencia de género está
implícita en la fórmula para anular cualquier intento de cambiar las reglas del
juego, evitando que una mitad de la población tenga igual poder que la otra.
Las mujeres, tanto por nuestra capacidad reproductiva como por el papel central
del segmento femenino en la organización social a partir del núcleo de familia,
entramos en un esquema mucho más amplio de dominio y en el cuadro general
constituimos un “bien” al cual resultaría riesgoso cederle capacidad de
decisión en los campos económico, social y político.
Este esquema de poderes se ha perpetuado a lo largo de
generaciones. Los importantes avances en la lucha feminista son pálidos
comparados con lo que falta por conquistar. El voto femenino, por ejemplo, un
derecho negado por generaciones, representó siempre una amenaza contra el
patriarcado, como también lo fue el derecho al trabajo y a la salud reproductiva.
En países como los nuestros, con sus centros de poder atado a las normas de la
iglesia y a los estereotipos sexistas de la época colonial, los derechos de la
mujer continúan bajo un absurdo y criminal embargo político, pero no solo eso
las afecta. También su destino como un “producto” para el contrabando a través
de poderosas redes de trata, trabajo forzado, esclavitud.
La idea de una civilización como fuente de riqueza moral,
ética, intelectual y científica ha sido sustituida por un esquema basado en la
riqueza material concentrada en una esfera de poder carente de visión
humanitaria y de valores. Volver a plantear su significado a la luz de un
humanismo real es otra de esas locas utopías y en ella las mujeres jugamos un
importante papel.
Los avances tecnológicos no son la única muestra de avance
cuando hablamos de civilización.
elquintopatio@gmail.com
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