Por Carolina Vásquez Araya:
Miedo y vergüenza, algunos obstáculos creados a partir de
estereotipos de género.
Todo ser humano que haya sufrido una agresión sexual ha sido
tocado en lo más profundo de su integridad. En esto no hay excepciones y, si
las hay, suelen ser muy raras. Un niño, niña, adolescente o adulto víctima de
tal escarnio difícilmente podrá borrarlo de su memoria, guardando esa imagen
con una dolorosa sensación de repugnancia y culpabilidad. Y el silencio. Ya sea
por miedo a las consecuencias sociales y familiares o porque sobre ellos pende
la amenaza de una cruel revancha, el silencio tras la violación parece haber
sido históricamente la marca de identidad de los crímenes de tal naturaleza y
los depredadores cuentan con ello.
Durante la semana pasada y como eco de mi columna anterior
sobre el incesto, he recibido más información sobre ese tipo de casos. Por las
características de quienes me han compartido situaciones similares existentes
en su entorno –personas instruidas con posibilidad de actuar- he podido
observar el inmenso poder del silencio incluso en ámbitos de cierto nivel
cultural, en los cuales se supone que los prejuicios ya han perdido su fuerza.
Sin embargo, ahí están; todavía bien instalados en una suerte de umbral de la
privacidad, algo así como una cápsula en donde el valiente intruso que desea
denunciar termina por arriesgar más que el hechor.
Esto no es nuevo. No en el incesto y tampoco en otra clase
de agresiones sexuales, como lo demuestra el largo silencio que ha precedido a
las recientes denuncias de la industria cinematográfica en contra de algunos de
sus gurús más poderosos. Ahí no se trataba de niñas indefensas en manos de un
depredador, sino de mujeres plenamente conscientes de sus derechos, pero
quienes guardaron el mismo silencio oneroso de la mayoría de víctimas.
Vergüenza, dolor, impotencia y miedo a las consecuencias de hablar, parecen ser
la nota constante.
Si en mujeres poderosas la violencia sexual tiene ese efecto
intimidatorio, ¿qué podemos esperar en una niña, un niño o una mujer atados a
una relación de poder caracterizada por los abusos? ¿Cómo es posible que un ciudadano
ignore los pasos a seguir para realizar una denuncia anónima sobre un crimen de
tal magnitud? Esto solo revela que ese silencio continúa alimentado por una
carga enorme de prejuicios y estereotipos capaces de re victimizar de manera
continuada a quienes sufren estos atropellos, abandonándolas a la voluntad de
quien o quienes los agreden.
Urge hacer algo al respecto. Es imperativo iniciar campañas
masivas de prevención de la violencia sexual en hogares, escuelas, templos,
iglesias, hospitales y todo espacio en donde exista un menor en riesgo o un
adulto ignorante de los pasos a seguir para denunciar. Urge reforzar la
capacitación de los elementos de policía, investigación y administración de
justicia para quitar ese velo de duda ante la palabra de un menor, una duda que
desde el primer momento ampare a los perpetradores y coloca a las víctimas en
una posición de riesgo.
Si las madres no denuncian por el siempre presente temor a
quedar sin sustento económico, buscar la manera de darles acceso inmediato a
los bienes familiares, los cuales usualmente se encuentran bajo control
absoluto de la pareja abusadora, lo cual también está tipificado en la ley
Contra el Femicidio y Otras formas de Violencia contra la Mujer como violación
de sus derechos económicos. Buscar rutas y soluciones viables a esta realidad
cada día más espeluznante debería ser una tarea prioritaria para juristas y
expertos, cuyo aporte sirva para liberar y dar esperanzas de justicia
reparadora a tantas víctimas inocentes cuyas voces permanecen en el más
profundo silencio.
Las agresiones sexuales no deben señalar a la víctima sino
al hechor. Urgen medidas de prevención.
elquintopatio@gmail.com
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