Por Carolina Vásquez Araya:
Que la protección de la niñez no es un asunto opcional, sino
una prioridad absoluta.
Nos cuesta entender la importancia de proteger a la niñez,
pero le damos alas -¡y fuertes!- a las campañas contra toda forma de educación
en sexualidad y no digamos a los discursos moralistas contra cualquier intento
de legalización del aborto. Y ahí están los resultados: una inmensa población
infantil abandonada a su suerte desde antes de nacer, desnutrida y privada de
servicios básicos, alejada de las oportunidades de educación y ¡ni qué decir!
de sus posibilidades de ser felices.
Pero nos enfrascamos en la política como si ahí, en esos
antros privilegiados, hubiera alguna respuesta a las demandas de este gran
sector sujeto a las decisiones de los demás. Porque ser niña o niño en países
como los nuestros no es para tomárselo a broma. Sin educación, sin derecho a
nada y sin acceso a decisión alguna sobre su vida, esos millones de menores
marginados podrían incluso morir sin haber ingresado a los registros civiles y,
por tanto, sin siquiera figurar en las estadísticas. Es decir, nunca
existieron.
Sin embargo ahí están, recordándonos –desde la parada del
semáforo o en cualquier esquina apestosa- que nos hemos desviado a tal punto de
los objetivos de desarrollo que incluso su visión nos resulta molesta.
Volteamos la cara para no verlos, cerramos la ventanilla para no escucharlos y
en cuanto es posible nos alejamos espantándolos del pensamiento. No hay
sentimiento alguno más que la repugnancia contra la pobreza, porque “es culpa
de los padres”, decimos con ese desprecio atávico del pudiente contra quien
sobrevive en la miseria.
La niñez, entendámoslo de una buena vez, es responsabilidad
de todos. No descarguemos nuestra ira en el niño sicario, descarguémosla contra
quienes no hemos tenido los arrestos para cambiar la situación de ese infante
desprotegido, abandonado y orientado hacia un destino tan cruel. Comprendamos
en toda su dimensión las consecuencias de una indiferencia ciudadana capaz de
olvidar que no hace mucho murieron quemadas vivas 40 niñas en una institución
estatal creada para protegerlas. Los comentarios alevosos rodeando el atroz
hecho abundaron tanto como los solidarios y eso jamás debió ocurrir; porque no
importa cuál era el motivo de su institucionalización, el solo hecho de esa
marginación revela un vacío a llenar, una obligación incumplida, una
deficiencia fatal en nuestra escala de prioridades.
Entendamos bien el concepto universal de los Derechos del
Niño y la Niña y repasemos esos principios tratando de extrapolarlos con la
realidad actual de la niñez que nos rodea: los niños y niñas son seres humanos
sujetos de derechos y deben ser capaces de desarrollarse física, mental,
social, moral y espiritualmente con libertad y dignidad. Ahora intentemos, con
la mente lúcida y libre de prejuicios, evaluar la dimensión de nuestros fallos
como sociedad. La profunda grieta entre quienes tienen todo y quienes nada
poseen y el sistema que ha hecho eso posible. Ahora analicemos cuánta población
infantil hemos sacrificado en aras de los privilegios.
No existe comunidad humana capaz de presumir de desarrollo
si más de la mitad de su población infantil es condenada a la ingrata suerte de
vivir en condiciones de hambre y abandono como sucede en Guatemala. No podemos,
por lo tanto, permitirnos el lujo de mirar hacia otro lado cuando niñas y niños
son víctimas de trata, de incesto, de violación, de asesinato o ingresan a las
pandillas porque éstas son su último recurso de supervivencia. No tenemos
derecho a condenarlos si jamás protestamos por ellos a quienes tienen la llave
de la política en sus manos. Entendamos, por fin, que en ellos reside el futuro
de la nación.
No seamos ciegos y sordos a las demandas del sector más
necesitado de protección: la niñez.
elquintopatio@gmail.com
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