Por Manuel Humberto Restrepo Domínguez
Colombia exige no mentir, no robar y no engañar
La verdad en Colombia
de tanto ser derrotada por las elites en el poder, que imponen su visión del
mundo y definen lo que se debe contar, olvidar o recordar, a fuerza de ser
derrotada, pasó de ser un imperativo ético personal, útil para construir la
sociedad justa, a convertirse en un derecho individual y colectivo, que tendrá
que ser defendido en un campo de batalla político-ético-social, para conquistar
su real existencia. La verdad compuesta por la armonía del decir, hacer y
pensar, hace parte de la caja de herramientas del país que quiere abandonar
definitivamente la guerra y sus consecuencias, para. Enfrentar a las elites que
se niegan a dejarla pasar, bien porque sus prácticas demuestran que su vida no
trascurre gracias a la paz del colectivo, ni tienen interés por buscarla, o
porque sus comodidades dependen de los privilegios que obtienen del estado que
los protege, cuida e invierte cuantiosas sumas para proveerlos del bienestar
personal y la riqueza que usan precisamente para imponer su verdad.
Le corresponde a los sectores históricamente excluidos, a
las víctimas y movimientos políticos no tradicionales, entrar a disputar los
escenarios de construcción de la verdad, del relato colectivo de país, que será
la variable principal posterior al acuerdo de paz ya firmado. La verdad, no
puede ser garantizada por el mismo estado, funcionarios y gobernantes
corresponsable directos de la tragedia y sus dolorosas consecuencias, hay que
tejerla en colectivo, unir experiencias de resistencia y de luchas, para que
sea la fuente de reconstrucción del país lisiado de guerra, enfermo, despojado
y débil que no sabe lo que sigue, ni todavía logra un consenso sobre lo que no
puede volver a ocurrir.
La sociedad muy a pesar de los primeros lugares en el
ranking de felicidad, podios deportivos virreinatos de belleza y cifras
alentadoras de la economía, atraviesa un momento de incertidumbres que impide
leer claramente la realidad de lo que ocurre. La situación es comparable al
instante que debieron vivir quienes de repente fueron rescatados de los campos
de concentración nazi, donde habían perdido toda esperanza, olvidado lo que
significa un ser humano, perdido su capacidad de lucha y permanecían
convertidos en despojos humanos condenados a morir lentamente sin que los
victimarios les hubieran ahorrado ningún sufrimiento. Salir del terror de cinco
décadas de guerra, quizá sea como salir del campo de concentración, sin saber
qué decir, ni adónde ir, pero hay que fijarse un horizonte. No es igual, pero
hay similitudes, porque en ambos casos la barbarie borró partes esenciales de
la idea de ser humano que la sociedad venia forjando y que fue interrumpida.
Recuperar el camino es solo posible desafiando la
imaginación, la percepción y la razón, puestas a prueba por la verdad que llama
a aprender a oír, escuchar y disponerse a comprender los acontecimientos que
traiga la memoria que en todos los casos viene con un componente de dignidad.
En las cinco décadas de incansables odios se perdió la
noción del tiempo y se abandonó la construcción de seres humano humanizado,
solidario en vez de competitivos, compasivos en vez de rencorosos y vengativos,
humildes en vez de arrogantes. Las causas fueron convertidas en consecuencias,
los criminales se volvieron señores y algunos señores se hicieron criminales y
el miedo a hablar, decir y pensar con la verdad se instaló adentro de cada persona
como una cámara de vigilancia que lo paralizaba para actuar con rebeldía. La
realidad se repitió día por día con episodios tratados como simples noticias
separadas e inconexas, sin contexto, que ocasionalmente permitían saber de
gente que salía de su casa y nunca regresaba, de jóvenes caídos en combates que
nunca ocurrieron, de escombreras donde se asesinaba a sangre fría y con placer,
de asaltos y rehenes, de bombardeos y minas que mutilaban cuerpos, de
violaciones y torturas a mujeres y hombres convertidos en trofeos de guerra, de
desterrados padeciendo hambre y humillaciones en las calles.
La verdad es un pilar fundamental para apostar por vivir una
paz real, que sea mucho más que la suma de adjetivos o la puesta en ejecución
de incontables proyectos e iniciativas, significa entender lo que pasó en la
guerra, como se llegó a entender lo que paso en el campo de concentración del
que hoy se conoce la brutalidad del horror padecido, se tienen testimonios,
museos, cine, fotografía, escritos y exposiciones que le han permitido a la
siguiente generación vivir con dignidad y al mundo saber lo que no puede volver
a repetirse. Promover incontables proyectos e iniciativas antes de comprender
la complejidad de lo ocurrido y desconocer a los actores y sujetos de cada
territorio, puede entrar en la órbita del oportunismo, la demagogia la
manipulación o el engaño.
Vivir en paz tampoco corresponde a la tarea simple agregar
verdades a medias, ni ajustar el vocablo paz a cada cosa sobrante de la guerra
y seguir como si nada. Vivir en paz exige conocer la verdad para formular
políticas construidas desde abajo, no por expertos, consultores, ni postizos
vendedores de liderazgos de oficina, si no por los propios sujetos que en los
territorios hacen la historia y han padecido las negaciones. Para vivir tiempos
de paz y convivencia, como lo muestran otras experiencias, la sociedad
realmente tiene que ponerse de acuerdo en el tipo de ser humano que quiere
formar y reconocer como sujeto de derechos y ello exige poner a flote lo que
estaba debajo.
Hay que devolverle el sentido y el valor a la verdad y
recuperar la esencia de la justicia, llamada a ponerse excepcionalmente por
encima de ley heredada de la guerra que basaba su visión en el enemigo interno a aniquilar, eliminar,
sacar del camino. El acuerdo político logrado para salir de la guerra, exige
recordarse siempre que fue un pacto entre el estado y una insurgencia con el
propósito de modificar los modos de convivencia, que no podrán ser las mismas
de la guerra y cuyo cambio empieza por conocer la verdad para que los odios y
la venganza no florezcan ni se repitan. Las estructuras del poder en la guerra,
estuvieron asociados a la asignación de
crecientes presupuestos (para afianzar la muerte mientras la vida, la salud, la
nutrición, la educación y el buen vivir estaban en riesgo); al usufructuó
personal obtenido con los cargos del estado (acorazados por poderosas cadenas
de clientelismo y corrupción regional y nacional que siguen intactas); y a
privilegios asociados a familias y apellidos que actúan como castas cubiertos
de privilegios incuestionables.
Pero hasta ahora ninguna de estas desviaciones democráticas
y tampoco las instituciones han cambiado, las elites parecen acomodarse a la
nueva situación dándole vuelta al aviso colocándolo por donde dice paz. La
burocracia sigue pensando y actuando de la misma manera que aprendió a hacerlo
en la guerra, es indolente, sirve a lealtades personales y compromisos
partidarios con jefes políticos o religiosos, antes que guardar lealtad a la
constitución y al pacto social laico, diverso, plural, heterogéneo, suscrito
entre gentes declaradas y reconocidas libres e iguales. Las instituciones son
las mismas de la guerra, los cargos siguen ocupados como cuotas de poder, los
herederos de grandes fortunas no quieren que se sepa del origen de esos bienes,
ni los empresarios nacionales y extranjeros quieren que se escudriñen los
flujos de su creciente capital que no se afectó durante la guerra.
El enemigo de la verdad histórica es el poder, las elites,
que preparan el campo de batalla, que se
niegan a reconocer las consecuencias devastadoras de su incontrolable deseo de
poseerlo todo. Las elites y los hombres del sistema formados para seguirlas,
obedecerlas y temerlas, con estilo y prácticas autoritarias se creen poseedores
de la verdad única que replican con la velocidad de los micrófonos a su
servicio; se creen también dueños de la verdad sobre una idea de ser humano
subalterno al que califican, clasifican, estigmatizan o absuelven y; se creen
dueños del sentido de la historia para colocar sobre ella su propio sentido de
justicia que resulta abiertamente injusto y degradante. El buen gobernante,
llámese presidente, magistrado, ministro, alcalde, gobernador, rector, decano,
gerente o director, tiene el mandato de hablar con la verdad sin cálculo
político ni demagogia. No mentir, no robar y no engañar, forma un trípode de
base de la verdad que aporte para vivir en paz, con sentido de humanidad y con
respeto por el ser humano libre, igual y solidario capaz de vivir en
convivencia.
P.D. Más del 80% de congresistas hombres, ocupados en
actividades de conspiración y desprecio a unos y de acogida a otros de la
hermana república, se negó o no quiso a asistir a la sesión sobre la verdad de
la violencia contra las mujeres en Colombia, no se enteraron del horror, la
agresión y las prácticas de odio, discriminación, olvido y violencia por su
condición de mujeres, ni del terrible
lugar que ocupa Colombia en este tema, tampoco se enteraron que cada año
desaparecen a 2500 niños, ni supieron cómo se sobrevive en el olvido.
mrestrepo33@hotmail.com
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