Por Carolina Vásquez Araya
La inmensa riqueza de Guatemala desaparece como agua por la
alcantarilla.
La semana pasada estuvo tormentosa. No solo por los
aguaceros de la temporada sino por la abundancia de sucesos de impacto como la
solicitud de extradición de la ex vice presidenta, la interminable cadena de
asesinatos cuya constante ha llegado a anestesiar nuestra sensibilidad al punto
de formar parte de la rutina, decomisos de droga y destrucción de enormes
plantíos de amapola en el contexto de un estado de sitio.
A lo anterior se sumó la iniciativa de los diputados de
aumentar sus ingresos decidiendo por sí y ante sí –con el aval otorgado por su
situación de legisladores- un privilegio más y, por tanto, una mancha adicional
en su ya lamentable trayectoria. Pero ante esta última afrenta contra el pueblo
de Guatemala no hubo siquiera intento de plaza. Esas reacciones ciudadanas tan
admirables del 2015 estuvieron ausentes, calladas como la tumba misma de la
democracia y, a pesar de los esfuerzos de pequeños grupos de ciudadanos
conscientes y preocupados por la apatía del resto, nada parece sugerir un nuevo
despertar.
La mayoría de integrantes del Congreso de la República son
resultado de movidas opacas en las filas de los partidos políticos. Parientes y
amigos sin la menor experiencia ni capacidad profesional son piezas insertas en
los listados de candidatos gracias a una ley electoral diseñada para el efecto.
Es decir, el mito de la representación ciudadana en la institución más
emblemática de una democracia es, en este convulsionado territorio, apenas un
mal chiste. En épocas de campaña se suele ver el desfile de amigas y amigos de
subordinados del poder –porque la verdad pura y simple es que tampoco lo
detentan- con las ínfulas propias de quien no tiene nada que lucir. Entonces
los electores se ven enfrentados a una selección realizada totalmente a sus espaldas
y con la cual deberán sobrevivir los siguientes cuatro años, si bien les va.
Pero el mayor de los problemas viene cuando estas personas
toman decisiones definitivas. Es decir, sus firmas sobre un documento oficial
sellan el destino de un pueblo indefenso y cautivo de los abusos del poder
político y económico. Y es aquí en donde se crean las condiciones para desviar
la riqueza nacional, cuyo destino justo y necesario es la ejecución correcta de
un presupuesto basado en políticas públicas acertadas e incluyentes, en
inversión social y en mejorar las condiciones de vida de un país al cual le han
robado hasta el concepto de nación.
En Guatemala todo merece una plaza, pero esta permanece
vacía. Plaza por las niñas en situación de riesgo, vilmente asesinadas en un
hogar seguro administrado por el Estado. Plaza por la ofensa implícita en el
incremento salarial auto recetado por los integrantes del Congreso. Plaza por
las pésimas condiciones de la red hospitalaria, cuyas instalaciones no han
recibido siquiera un retoque, mucho menos insumos ni condiciones dignas de
trabajo para su personal. Plaza por los adultos mayores, a quienes se les
agrede con pensiones de miseria y discriminación en todos los aspectos de su
vida. Plaza por la niñez sometida a las redes de trata, cuyas operaciones son
amparadas por un sistema permeado por organizaciones criminales. Plaza por los
privilegios empresariales concedidos a fuerza de sobornos y presiones ocultas.
Plaza por las niñas, adolescentes y mujeres violadas y asesinadas. Plaza por la
infancia desnutrida.
Los recursos de un país pertenecen a su gente, ese axioma no
aplica cuando está administrado bajo un sistema lleno de resquicios legales por
donde se cuelan las malversaciones, las concesiones arbitrarias y los contratos
oscuros. Para arrojar luz en esos rincones es preciso realizar cambios de
fondo. Y plazas, muchas plazas.
ROMPETEXTO: La plaza permanece vacía, aun cuando existen
abundantes motivos para rebasar sus límites.
Elquintopatio@gmail.com
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