Por Carolina Vasquez Araya
Cuan fácil es opinar para resguardar lo propio y despedazar
lo ajeno
Una de mis experiencias más dolorosas ha sido observar a
través de la televisión las horrendas escenas en donde aparecen los cuerpos
quemados de 41 niñas en un hogar de refugio para menores, administrado por el
Estado de Guatemala. Entonces pienso en quienes lo vivieron de cerca, en esos
policías y monitores apostados frente a las puertas del salón en llamas porque
quizá algún superior en el mando les dio la orden de no abrirlas. Pienso en los
verdaderos responsables de esas muertes tan crueles como injustas y me pregunto
si serán capaces de conciliar el sueño o de mirar a sus hijos a los ojos con la
mirada limpia y la conciencia en paz.
La fecha del criminal acto de violencia contra esas niñas no
podía ser más icónica. Fue el 8 de marzo de 2017, el Día Internacional de la
Mujer, cuando perdieron la vida en un escenario más propio de los ritos de la
Inquisición que de una sociedad moderna, supuestamente democrática,
aparentemente solidaria y con un gobierno regido dentro de un marco de Ley.
Desde entonces se han sucedido incontables publicaciones de artículos,
comentarios, opiniones e hipótesis para explicar lo inexplicable y justificar
uno de los hechos cuyas consecuencias pudieron poner en jaque a todo el aparato
de gobierno.
En los días posteriores algunas cabezas cayeron y con ellas
también el silencio. En una especie de concierto moralista teñido de racismo se
comenzó a perpetrar la seguidilla del crimen, señalando a las niñas muertas de
ser culpables de su propia destrucción. En declaraciones de las autoridades, en
redes sociales e incluso en medios de comunicación formales se las acusó de
conflictivas, pandilleras, rebeldes, drogadictas y prostitutas. Aun cuando las
investigaciones han ido abriendo las espesas cortinas tras las cuales se
ocultaban los crímenes cometidos contra ellas por redes de trata, no se las
reivindicó de manera consecuente con su calidad de víctimas inocentes de un
aparato perverso cuyos tentáculos continúan aferrados a estructuras intocables.
El verbo es poderoso y también lo es la moralina cruel de
sociedades marcadas por el desprecio contra quienes viven una realidad de
pobreza, exclusión y racismo. Las palabras impresas o emanadas a partir de la
propia idea de una verdad supuesta, resultan altamente inflamables en un
contexto de estereotipos arrastrados durante generaciones y cuya persistencia
es considerada una forma de cultura. Las niñas del Hogar Seguro Virgen de la
Asunción, asesinadas de la manera más injusta y dolorosa posible de imaginar,
experimentaron la marginación desde mucho antes: desde el día de su ingreso en
un mundo hostil en donde se les negó la oportunidad de educarse, desarrollar
sus capacidades en un ambiente propicio y, en definitiva, de vivir la infancia
feliz a la cual todo niño tiene pleno derecho.
La publicación de un intento de reparación tardía al
esclarecer los motivos por los cuales las menores habían ingresado a ese antro
de tortura y explotación no ha sido suficiente para limpiar el lodo con el cual
fueron salpicadas desde el inicio. Se requieren más palabras y mejores hechos,
como por ejemplo una declaración formal y una explicación desde las esferas
desde las cuales emanaron las órdenes para someterlas al encierro. Se requieren
acciones preventivas para evitar nuevos crímenes contra tantas víctimas
inocentes que aún permanecen en esos hogares estatales. Se requiere la demanda
de la ciudadanía para ejecutar acciones de reparación del sistema de protección
de la niñez. En fin, se requiere un profundo acto de conciencia en palabras,
pero también en acciones.
ROMPETEXTO: Las palabras son poderosas y mal empleadas
pueden herir como la espada más afilada.
Elquintopatio@gmail.com
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