Por Carolina Vásquez Araya
Eso en que hemos convertido las relaciones y la naturaleza,
habla por sí solo.
No es necesario escarbar demasiado para ver las
manifestaciones de esa fascinante estructura de instintos e impulsos, deseos y
rechazos propios de nuestra naturaleza imperfecta. Estamos constituidos de
odios y amores, dependencias y apetitos, girando en torno a un egoísmo
difícilmente controlable. ¿Qué nos impide actuar como seres primitivos, sino el
miedo a las consecuencias? El amplio panorama de la historia pasada y presente
es un gran tratado sobre la violencia y el ansia de poder, pero especialmente sobre
los mecanismos de represión -más o menos efectivos- sobre una Humanidad
abandonada a sus deseos.
En qué momento de la historia se produjo la marginación de
la mujer resulta difícil de determinar, en parte porque el relato del pasado
está ya teñido con una visión patriarcal. Pero el hecho es que esa marginación
se fue perpetuando y fortaleciendo al punto de convertirse en un valor social
indiscutible, incluso, para la población víctima de tales prácticas. Contra la
mujer resulta fácil ejercer violencia. Es físicamente más débil y
psicológicamente ya viene programada desde la niñez para someterse a la
voluntad masculina. Los impulsos de liberación son ridiculizados por la
colectividad con el propósito de detener ese afán independentista, lo cual
impacta profundamente en la psiquis y en la autoestima de ese importante
segmento de la población.
Únicamente por eso y por esa inclinación natural a destruir
al otro que en apariencia caracteriza a nuestra especie, es posible entender la
pasividad ciudadana ante el asesinato de niñas y mujeres, las violaciones
sexuales, la práctica “hogareña” del incesto, la falta de atención a sus
necesidades básicas de protección, educación y salud. Allí es en donde mejor se
identifica el odio ancestral que plasma su impronta en nuestros actos
cotidianos. En ese desprecio por la vida misma es en donde podemos vernos en un
espejo de alta definición, sometidos a la fuerza de prejuicios y atavismos
heredados.
Cuando miramos alrededor y vemos tanta destrucción y tanto
silencio de los justos, se agolpan las preguntas sobre cuándo se produjo la
pérdida de los principios y valores de la sociedad, pero también si esos
principios alguna vez existieron o simplemente no había desafíos que pusieran
ese hecho en evidencia. Hoy, entre tanta agresividad, crimen impune e
indiferencia, es imperativo retomar el tema y cuestionarse con seriedad y
compromiso cuál es el papel de la comunidad en este escenario de dolor y
muerte. Estamos rodeados de maldad y hemos sido incapaces de reaccionar para
detenerla. Si la comunidad es tan devota y amante de la paz como aparenta en
las redes sociales y en sus círculos personales ¿cómo es posible permanecer
impávida ante el horror que la rodea? ¿O es que su discurso de amor al prójimo
solo funciona como un maquillaje para disimular su insensibilidad y falta de
empatía? Solo por medio de un despertar de la conciencia será posible revertir
esa tendencia autodestructiva y reparar profundas carencias.
ROMPETEXTO: La indiferencia ante el sufrimiento ajeno parece
ser la marca de identidad de nuestra especie.
Elquintopatio@gmail.com
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