Por Roberto M. Yepe
Vivimos una época caracterizada por la aceleración de los
cambios económicos, sociales y políticos a nivel global, en la que asombrosos y
prometedores avances científicos y tecnológicos coexisten con una desigualdad
indignante y la permanente amenaza del fin de la vida civilizada en el planeta,
ya sea como resultado de un súbito apocalipsis nuclear o de un gradual pero
inexorable cambio climático con efectos catastróficos y cuya existencia es cada
vez más innegable.
Las nuevas tecnologías y los medios de comunicación pueden
servir tanto para empoderar como para someter más a los pueblos y a los
individuos. Vastas porciones de la población latinoamericana y caribeña,
carentes de una adecuada educación que promueva el pensamiento dignificante y
emancipador, son víctimas cotidianas del totalitarismo mediático alienante y
promotor de un modo de vista materialista y hedonista a ultranza.
Pese a los significativos avances alcanzados por los
gobiernos revolucionarios y reformistas anti neoliberales durante las dos
últimas décadas, América Latina y el Caribe sigue siendo la región más desigual
del mundo y la pobreza sobrepasa bochornosamente los 175 millones de
habitantes. La reciente involución en esta materia es notoria en países de gran
peso a nivel continental. Una gran mayoría de la población latinoamericana y
caribeña tampoco puede ejercer el derecho básico de acceder a servicios de
salud integrales y de calidad.
El orden internacional basado en una sola superpotencia
parecería estar dando paso a una configuración más amplia y diversificada de
centros de poder. Este proceso de restructuración del poder mundial agudiza las
contradicciones y las disputas entre las principales potencias, conformando un
contexto que presenta tanto oportunidades como renovadas amenazas para nuestra
región, pero los países latinoamericanos y caribeños son más espectadores que
actores en este reordenamiento del sistema de relaciones internacionales, dadas
sus graves limitaciones en los más diversos recursos de poder nacional.
A corto y mediano plazo, los Estados Unidos seguirán siendo
la única nación con capacidad para desplegar su poderío de manera efectiva a
escala global y de manera multidimensional. A su superioridad militar suman una
supremacía sin paralelo en los ámbitos ideológico y cultural que representa un
bastión fundamental y cada vez más importante para el sostenimiento, la reproducción
y la recreación de su hegemonía sobre los países de América Latina y el Caribe.
En todas las corrientes de pensamiento existentes dentro del establishment de
política exterior de los Estados Unidos se considera como indispensable y se da
por sentado el mantenimiento de la hegemonía de ese país en el continente
americano.
La intensificación de las relaciones con potencias extra
continentales es de gran importancia estratégica en sí misma y contribuye a
contrarrestar y erosionar gradualmente dicha hegemonía que se pretende
perpetuar y que ya ha durado demasiado. No obstante, es preciso tener
conciencia de que esos nexos, en situaciones límites, no constituirán una
garantía frente a la agresión imperial. Para los Estados Unidos, América Latina
y el Caribe es y seguirá siendo su “patio trasero”. En cambio, para otras
grandes potencias en ascenso, nuestra región es muy importante, pero no
representa una zona geográfica vital. La seguridad de los países
latinoamericanos y caribeños solo puede garantizarse con sistemas de defensa
nacional multidimensionales, asimétricos y con un profundo arraigo popular.
Los gobiernos populares de la región enfrentan la renovada
agresión de los enemigos de siempre de la justicia social: el imperialismo y
las oligarquías criollas cada vez más divorciadas de cualquier proyecto
nacional o de alcance latinoamericano.
La situación anteriormente descrita plantea, como nunca
antes, la necesidad de que las fuerzas políticas y sociales patrióticas y anti
hegemónicas de América Latina y el Caribe emprendan un proceso acelerado de
unión emancipadora, estableciendo como una meta estratégica explícita la
unificación política y la constitución de un polo de poder internacional
propio. La actual coyuntura internacional y su probable evolución en las
próximas décadas demandan que los esfuerzos unitarios pasen decididamente de lo
declarativo a las acciones concretas.
La constitución de la Comunidad de Estados Latinoamericanos
y Caribeños (CELAC) fue posible gracias a la coincidencia temporal de una
pléyade de líderes extraordinarios al frente de una masa crítica de gobiernos
de nuestra región. Como tal, representa un espacio multilateral que debe ser
defendido y fortalecido, y que pudiera ser el germen de una construcción
institucional unitaria mucho más ambiciosa, que fomente el establecimiento de
relaciones estratégicas de mutuo beneficio y en pie de igualdad con el resto
del mundo.
El Sistema Interamericano, con su núcleo en la infame
Organización de Estados Americanos (OEA), es incompatible con el proceso de
unidad regional y tendría que ser reconstituido desde sus cimientos. Si bien está
en el interés de América Latina y el Caribe contar con un régimen
jurídico-institucional multilateral que en alguna medida contribuya a
contrarrestar la propensión de los Estados Unidos a actuar de manera unilateral
y violentando el derecho internacional, dicho marco regulatorio tendría que ser
reconstituido sobre bases radicalmente diferentes y respetuosas de la soberanía
de los países latinoamericanos y caribeños, así como no tener su sede en
Washington.
Por su parte, corresponde a la Alianza Bolivariana para las
Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio de los Pueblos (ALBA-TCP)
profundizar su actuación como la punta de lanza de la unidad latinoamericana y
caribeña, avanzando al máximo en la medida de las posibilidades de sus Estados
miembros y logrando resultados que sirvan de ejemplo e incentivo al resto de
los pueblos de la región.
Se requiere así de un proceso unificador que se apoye en el
acervo de esfuerzos concertaciones e integracionistas construidos hasta el
presente y en el trabajo de los expertos técnicos comprometidos políticamente
con la unidad regional, pero libre de visiones y vicios tecnocráticos que solo
retardarían los avances y resultados que los pueblos latinoamericanos y
caribeños demandan, cada vez con más urgencia.
De esta manera, el
proceso unitario debería convertirse en el eje movilizador para acometer
proyectos y acciones concretas en los ámbitos económico, social, político y
cultural con la finalidad de construir una gran nación latinoamericana y
caribeña respetada por el resto del mundo, con un Estado de nuevo tipo -que ya
se vislumbra en algunas de nuestras naciones- firmemente apoyado en el conjunto
de las fuerzas políticas y sociales patrióticas de la región, defensor de la
soberanía, articulador del desarrollo económico con justicia social, protector
de los recursos naturales y de la sostenibilidad ambiental, y promotor
permanente de la fortaleza cultural y de la profundización del poder popular
como garantías de defensa últimas frente a la agresión imperialista y de sus
aliados oligárquicos. Solo de esa manera se podrá impedir la consumación del
designio hegemónico de la élite gobernante estadounidense.
Por separado, los Estados latinoamericanos y caribeños
estarán condenados a la irrelevancia y el sometimiento en un mundo cada vez más
dominado por potencias gigantes armadas hasta los dientes y sedientas de
esferas de influencia y recursos naturales. Es la hora de abrir,
definitivamente, la época del supranacionalismo y de la constitución de un polo
de poder propio en América Latina y el Caribe, por el bien de nuestros pueblos
y del equilibrio del mundo. Iniciemos la “época dichosa de nuestra
regeneración” con la que soñaba Bolívar en su Carta de Jamaica.
- Roberto M. Yepe Coordinador académico de la Red Cubana de
Investigaciones sobre Relaciones Internacionales (RedInt).
alemur47@yahoo.com.ar
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