Por
Alejandro Fierro
La
derecha venezolana sacó a sus seguidores a las calles. Recorrieron diversas
vías de Caracas. Sus dirigentes pronunciaron discursos e hicieron
declaraciones. Periodistas nacionales e internacionales informaron de la
manifestación. A lo sucedido este jueves no le cabe otro calificativo que el de
“normalidad democrática”.
Paradójicamente,
lo anómalo es hablar de normalidad democrática en lo que respecta a la derecha
del país caribeño. A pesar del mensaje del supuesto autoritarismo represor
chavista con el que martillea su enorme potencia de fuego mediático, lo cierto
es que el venezolano medio contiene la respiración ante cada movimiento
opositor. No le faltan precedentes. En abril de 2002, una manifestación derivó
en un golpe de Estado. Pocos meses más tarde, el sabotaje por parte de una
oligarquía aún a los mandos del entramado petrolero paralizó la vida cotidiana
durante semanas y originó pérdidas por valor de 20.000 millones de
dólares. Más recientemente, en 2014, las movilizaciones callejeras tuvieron en
jaque a la población durante tres meses. Las algaradas terminaron por concitar
una repulsa unánime. Hasta el 80% de los venezolanos, aterrados ante una cuenta
de asesinatos que ascendía sin cesar y ya se situaba en 43, rechazaba la
estrategia de desestabilización. Las barricadas desaparecieron por consunción
ante el alivio generalizado.
También
este jueves la mayoría de la gente respiró con tranquilidad tras el final de la
marcha. Por mucho que la prensa pusiera el foco en la posibilidad de una
represión por parte del chavismo, la realidad es que las miradas de los y
las venezolanas estaban puestas en los dirigentes de la derecha. Nunca han
tenido reparos en poner muertos encima de la mesa para lograr sus propósitos.
Esta vez tampoco tenía por qué ser una excepción.
Más
allá de esta primera consideración, cabe concluir a partir de un análisis más
profundo de la convocatoria que los planteamientos de la derecha carecen de una
legitimidad de base. En primer lugar, el supuesto motivo de la marcha era la
exigencia de un calendario para un referéndum revocatorio contra Maduro. Sin
embargo, ya el Consejo Nacional Electoral viene estableciendo el cronograma de
los diferentes pasos del revocatorio, algo que los medios de comunicación
internacionales silencian sistemáticamente.
Sucede
que la derecha quiere acelerar esos plazos, retorciendo la legalidad, para que
la consulta tenga lugar este año y no el próximo, como una lectura
desapasionada del reglamento sugiere. No es un asunto baladí. Si se celebrara
ahora y Maduro fuera revocado, se convocarían elecciones. Si tuviera lugar en
2017 y el resultado también fuera adverso al actual presidente, asumiría el
vicepresidente hasta el término del mandato, en 2019, al haberse cumplido
cuatro años del periodo presidencial. Tampoco hay que olvidar las previsiones
de un aumento de los precios del petróleo, lo que supondría un balón de oxígeno
para la economía venezolana, el escenario que más teme la derecha y que daría
al traste con su estrategia de “cuanto peor, mejor”.
La
segunda falla de legitimación democrática de la derecha es su verdadero
objetivo. Su aspiración real no es derrocar a Maduro o enviar al chavismo a la
oposición. Eso forma parte del juego político y es perfectamente asumible en
términos democráticos. Pero lo que persigue en último término es eliminar al
chavismo como movimiento político y social, ignorando la voluntad de millones
de personas -no hay que olvidar que el chavismo mantienen una base electoral superior
a 5,5 millones de votantes, más del 40% de los participantes en los pasados
comicios legislativos-. Se trata de silenciar y finalmente neutralizar a esta
masa, ubicada en los estratos más pobres de la población. Es, en definitiva,
volver a implantar la concepción neoliberal de la política como la imposición
acrítica de un supuesto consenso en lugar de la gestión de conflictos entre
posturas antagónicas. Quienes no aceptan el consenso neoliberal son enviados a
los márgenes. Queda por ver si podrán hacerlo con esos millones de militantes y
simpatizantes chavistas.
En
tercer lugar, y estrechamente relacionada con la carencia anterior, se
encuentra la construcción de un relato que poco o nada tiene que ver con la
realidad pero que su potente artillería mediática instala sin dificultades como
sentido común. Es la narrativa de buenos y malos; demócratas frente a
antidemócratas; libertad contra dictadura. La verdad no puede ser un obstáculo.
El tratamiento informativo de la manifestación es revelador. Prácticamente
ningún medio internacional se hizo eco de que en paralelo había una marcha de
apoyo al chavismo que, más allá de una guerra de cifras, también fue
multitudinaria. Se trata de impostar la voluntad de la mayoría, aunque hechos y
datos, tozudos e impertinentes, les desdigan.
Por
mucho que rezara el lema de la convocatoria, Caracas no fue tomada. Tampoco
Venezuela. Simplemente se realizó una manifestación expresando un punto de
vista político. Es, cabe reiterarlo, normalidad democrática. Y en esa normalidad,
quien quita y pone gobiernos es la gente con su voto, como viene sucediendo en
Venezuela desde 1998.
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