Por Homar Garcés:
Básicamente, la falta de oportunidades sería la causa
principal de la pobreza en cualquier latitud del mundo. Sin embargo, suele
pasarse por alto la existencia de las grandes disparidades económicas,
culturales, sociales y, hasta, políticas que separan a ricos y pobres, lo que
tiende a crear el mito que le atribuye a estos últimos la responsabilidad total
de su vida menesterosa o, cuando menos, a un designio inapelable de la
Providencia, salvando así cualquier cuestionamiento que pudiera hacerse en contra
del orden establecido.
Aferradas a esta convicción, muchas personas -sin admitirlo abiertamente- justifican el hecho que haya una división de clases en nuestro modelo de sociedad. Como mantra, repiten que la igualdad de oportunidades nos permite a todos, si trabajamos con ahínco, escalar hasta la cúspide mientras los fracasados (empobrecidos) sólo son víctimas de su propia incapacidad y flojera. Olvidan el detalle de que los exitosos económicamente alcanzan este nivel gracias a la plusvalía obtenida de la explotación de quienes trabajan a diario para ellos, incluso indirectamente, obteniendo a cambio una remuneración que apenas cubre sus necesidades básicas para vivir junto con sus familias.
Bajo la óptica del
capitalismo, los pobres encarnan, por otra parte, a los enemigos de la
población -considerándoseles, incluso, simples delincuentes contra quienes no
resultaría suficiente la aplicación rigurosa de las leyes- por lo que debieran
excluirse del radar de atención moral del Estado y, en consecuencia, de toda la
sociedad, en lo que sería una práctica de darwinismo social convertida, ahora,
en una doctrina económica en beneficio de la preservación del mercado. A los
pobres se les acusa de ser pobres porque quieren y de no pensar en el futuro,
de solo buscar satisfacciones lúdicas diarias e inmediatas, lo que traba el
normal desenvolvimiento y la consolidación del progreso económico de las
naciones en que residen.
Este aspecto criticable entre los pobres es, sin embargo,
destacado y reforzado entre aquellos que mejor se adaptan a la lógica
capitalista, preocupándose por vivir, también, el presente y por convertirse en
herramientas eficaces de su propia esclavitud al procurar ser unos
emprendedores altamente competitivos y productivos.
Como parte de una estrategia que pueda contribuir
efectivamente a la reducción y la erradicación de la pobreza, algunos
estudiosos de esta realidad social proponen que debe estimularse entre la gente
pobre, o empobrecida, la convicción de la autosuficiencia, lo que equivale a emprender
la eliminación de los hábitos de dependencia que les impiden darse cuenta de
cuáles son sus potencialidades. Equivale igualmente a desprenderse de los
viejos prejuicios existentes en torno suyo. En la situación específica de
Venezuela estos han sido creados y reforzados ideológicamente por los sectores
dominantes, imponiendo lo que Franco Vielma llama una “cultura de elite
extrapolada a la sociedad en su conjunto, que da cuenta de nuestras relaciones
culturales parasitarias y dependientes de la renta petrolera. Es la explicación
de la inconformidad venezolana que empuja a los pobres a aspirar a ser clase
media y las clases medias a aspirar a ser ricos de manera fácil y rápida”. Esta
es, dicho sea de paso, una cultura heredada de cuando la España monárquica
dominaba este ancho territorio, que, en muchos aspectos, sobrevivió a la era
republicana y terminó por expandirse hasta el sol de hoy, gracias,
precisamente, a los ingentes dividendos obtenidos desde hace cien años del
extractivismo petrolero.
La fatalidad que ella transmite no estaría representada, no
tanto en la falta de disciplina para el trabajo (algo que muchos vienen
haciendo desde su más temprana edad y en condiciones inhumanas de explotación)
o de aspiraciones personales sino en los antivalores de dicha cultura, los que
les facilitan a unos cuantos disfrutar, al margen de cualquier miramiento legal
y moral, del bienestar derivado del capitalismo. Por ello, la opción es obvia: la construcción
necesaria de una identidad sociocultural propia que estimule la autoestima y la
autogestión entre quienes se hallan en el rango oprobioso de la pobreza. Ella
representa, asimismo, la ruptura de la dependencia en relación con quienes
controlan el poder y, de profundizarse, la constitución de un nuevo orden
civilizatorio, más justo, democrático y emancipatorio. -
mandingarebelde@gmail.com
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