miércoles, 2 de septiembre de 2020

El papel de Job no cuadra con el de un revolucionario



Por Homar Garcés:
Entre los dogmas revolucionarios heredados del pensamiento euro centrista se halla el creer, casi como un acto ciego de fe, que la historia fluye de un modo determinado y, además, autónomo de la voluntad de las personas. Esto hizo que muchos cuestionaran las iniciativas y los aportes teóricos de quienes, como José Carlos Mariátegui, Antonio Gramsci o Ernesto Che Guevara, se apartaran de la ortodoxia soviética y renovaran (o recuperaran) los conceptos primordiales expuestos por Carlos Marx y Federico Engels; consiguiendo una fisonomía propia, en algunos casos, como ocurriera en el amplio territorio de nuestra América.


 Con el añadido de elementos provenientes de la historia de luchas y de la cosmogonía ancestral de nuestros pueblos mestizos. Gracias a ello, la noción de revolución adquirió de este lado del Atlántico una cualidad más integral que aquella gestada o percibida en Europa; sin negar la variedad característica de los movimientos populares (o sociales) adheridos a ella, con el protagonismo de un sujeto histórico diversificado, más complejo y distinto al postulado desde siempre por los marxistas-leninistas. 

Como bien lo señalara la Segunda Declaración de La Habana, en febrero de 1962: "El deber de todo revolucionario es hacer la Revolución. Se sabe que en América y en el mundo la revolución vencerá, pero no es de revolucionarios sentarse a la puerta de su casa para ver pasar el cadáver del imperialismo.

El papel de Job no cuadra con el de un revolucionario". Basados en esta categórica afirmación, no cabría imaginar que un revolucionario sencillamente se pondría a esperar a que las condiciones subjetivas y objetivas maduraran en un cien por ciento para producir, en consecuencia, la revolución política, social, cultural y económica que se requiere para transformar radicalmente el actual modelo de sociedad regido por la lógica capitalista. Tampoco sería admisible que, en nombre de tal revolución, quienes accedan al poder constituido se limiten a autocomplacerse con los privilegios que éste les otorga mientras la población espera compartir un destino mejor que el del presente, sin contribuir efectivamente al logro de los cambios estructurales prometidos.             

Para muchos, todavía es una fantasía suponer que bajo el socialismo revolucionario pueda producirse, eventualmente, la desaparición de las relaciones de poder, de las relaciones mercantiles y, principalmente, del dinero. Sobre todo, a la luz de lo acontecido en las últimas décadas en lo que fuera la Unión Soviética, así como en China y Vietnam. Esto refuerza, de una forma u otra, la sempiterna tesis capitalista que postula el derecho a la propiedad privada de los grandes medios de producción como intrínseco al sostenimiento de la democracia y, subsiguientemente, como única garantía de su vigencia. 

Bajo su influjo, no pocos de los autodenominados revolucionarios de la actualidad proclaman la necesidad de concederle vida al capitalismo, recurriendo a las viejas fórmulas reformistas de una redistribución algo más equilibrada de las riquezas generadas entre todos (empresarios, trabajadores y consumidores), pero sin mucho ánimo para emprender su total transformación, lo que equivaldría a desprenderse definitivamente del estatus de vida disfrutado.

Lo que comúnmente se pasa por alto es el hecho que una revolución -si busca o pretende ser radical y verdadera- puede perderse y negarse a sí misma a través del ejercicio del poder; fundamentalmente, al excluirse la participación y el protagonismo de los sectores populares revolucionarios organizados. “Una revolución en marcha -como lo determinara Rodolfo González Pacheco a mediados del siglo pasado- no puede ser juzgada desde la inmovilidad de una teoría política”.

Bajo esta premisa, habría que tomar en cuenta que la reacción de los sectores populares en contra de una realidad considerada injusta, no responde, generalmente, a un programa revolucionario preestablecido. Son las circunstancias las que marcan la necesidad de definir y explicar lo que está aconteciendo y hacia dónde podría encauzarse finalmente, a fin de consolidar y desarrollar la revolución; lo que no significa que a ésta se le coloque una camisa de fuerza, forzándola a marchar del mismo modo que lo escrito por los ideólogos.

En el caso de nuestra América, esta situación se repite constantemente desde 1810 cuando las antiguas colonias españolas proclamaran su independencia política, envolviéndose en debates y guerras civiles muchas veces estériles que dejaban al margen las aspiraciones primordiales del pueblo y se concentraban en la satisfacción de los intereses de las clases dominantes. Esto no impide que los revolucionarios deban esperar pacientemente que todo les caiga del cielo y no se afanen por crear las condiciones objetivas y subjetivas que abran paso, definitivamente, a la revolución que impulsan, ejerciendo constantemente la crítica y la autocrítica, de modo que el pluralismo sea uno de sus elementos constitutivos.
mandingarebelde@gmail.com

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