Por Homar Garcés:
Entre los dogmas revolucionarios heredados del pensamiento
euro centrista se halla el creer, casi como un acto ciego de fe, que la
historia fluye de un modo determinado y, además, autónomo de la voluntad de las
personas. Esto hizo que muchos cuestionaran las iniciativas y los aportes
teóricos de quienes, como José Carlos Mariátegui, Antonio Gramsci o Ernesto Che
Guevara, se apartaran de la ortodoxia soviética y renovaran (o recuperaran) los
conceptos primordiales expuestos por Carlos Marx y Federico Engels;
consiguiendo una fisonomía propia, en algunos casos, como ocurriera en el
amplio territorio de nuestra América.
Con el añadido de
elementos provenientes de la historia de luchas y de la cosmogonía ancestral de
nuestros pueblos mestizos. Gracias a ello, la noción de revolución adquirió de
este lado del Atlántico una cualidad más integral que aquella gestada o
percibida en Europa; sin negar la variedad característica de los movimientos
populares (o sociales) adheridos a ella, con el protagonismo de un sujeto
histórico diversificado, más complejo y distinto al postulado desde siempre por
los marxistas-leninistas.
Como bien lo señalara la Segunda Declaración de La Habana,
en febrero de 1962: "El deber de todo revolucionario es hacer la
Revolución. Se sabe que en América y en el mundo la revolución vencerá, pero no
es de revolucionarios sentarse a la puerta de su casa para ver pasar el cadáver
del imperialismo.
El papel de Job no cuadra con el de un revolucionario".
Basados en esta categórica afirmación, no cabría imaginar que un revolucionario
sencillamente se pondría a esperar a que las condiciones subjetivas y objetivas
maduraran en un cien por ciento para producir, en consecuencia, la revolución
política, social, cultural y económica que se requiere para transformar
radicalmente el actual modelo de sociedad regido por la lógica capitalista.
Tampoco sería admisible que, en nombre de tal revolución, quienes accedan al
poder constituido se limiten a autocomplacerse con los privilegios que éste les
otorga mientras la población espera compartir un destino mejor que el del
presente, sin contribuir efectivamente al logro de los cambios estructurales
prometidos.
Para muchos, todavía es una fantasía suponer que bajo el
socialismo revolucionario pueda producirse, eventualmente, la desaparición de
las relaciones de poder, de las relaciones mercantiles y, principalmente, del
dinero. Sobre todo, a la luz de lo acontecido en las últimas décadas en lo que
fuera la Unión Soviética, así como en China y Vietnam. Esto refuerza, de una
forma u otra, la sempiterna tesis capitalista que postula el derecho a la
propiedad privada de los grandes medios de producción como intrínseco al
sostenimiento de la democracia y, subsiguientemente, como única garantía de su
vigencia.
Bajo su influjo, no pocos de los autodenominados
revolucionarios de la actualidad proclaman la necesidad de concederle vida al
capitalismo, recurriendo a las viejas fórmulas reformistas de una
redistribución algo más equilibrada de las riquezas generadas entre todos
(empresarios, trabajadores y consumidores), pero sin mucho ánimo para emprender
su total transformación, lo que equivaldría a desprenderse definitivamente del
estatus de vida disfrutado.
Lo que comúnmente se pasa por alto es el hecho que una
revolución -si busca o pretende ser radical y verdadera- puede perderse y
negarse a sí misma a través del ejercicio del poder; fundamentalmente, al
excluirse la participación y el protagonismo de los sectores populares
revolucionarios organizados. “Una revolución en marcha -como lo determinara
Rodolfo González Pacheco a mediados del siglo pasado- no puede ser juzgada
desde la inmovilidad de una teoría política”.
Bajo esta premisa, habría que tomar en cuenta que la
reacción de los sectores populares en contra de una realidad considerada
injusta, no responde, generalmente, a un programa revolucionario
preestablecido. Son las circunstancias las que marcan la necesidad de definir y
explicar lo que está aconteciendo y hacia dónde podría encauzarse finalmente, a
fin de consolidar y desarrollar la revolución; lo que no significa que a ésta
se le coloque una camisa de fuerza, forzándola a marchar del mismo modo que lo
escrito por los ideólogos.
En el caso de nuestra América, esta situación se repite
constantemente desde 1810 cuando las antiguas colonias españolas proclamaran su
independencia política, envolviéndose en debates y guerras civiles muchas veces
estériles que dejaban al margen las aspiraciones primordiales del pueblo y se
concentraban en la satisfacción de los intereses de las clases dominantes. Esto
no impide que los revolucionarios deban esperar pacientemente que todo les
caiga del cielo y no se afanen por crear las condiciones objetivas y subjetivas
que abran paso, definitivamente, a la revolución que impulsan, ejerciendo
constantemente la crítica y la autocrítica, de modo que el pluralismo sea uno
de sus elementos constitutivos.
mandingarebelde@gmail.com
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