Por Rafael Bautista S.:
Casi todas las
descripciones del más que probable infausto desenlace mundial de la cuarentena
global, insisten todavía en certificar una realidad que ya no tiene sentido.
Porque es lo que, precisamente, la plan-demia global ha desmoronado
definitivamente: un “mundo post-covid” ya no tiene sentido como “mundo”; y
menos en los términos que la modernidad se ufanaba de prometer, desde el
liberalismo hasta la globalización. Esa idea de “mundo”; que se acuñó en la
filosofía con Husserl (lebenswelt) y Heidegger (sein-in-der-welt), ha dejado
lugar a un sombrío escenario indeseable que ya no puede ser considerado un
“mundo” (al menos ya no, literalmente, para todos).
El fracaso de la modernidad no podía haber sido más
fehaciente. Amanece con el genocidio de la Conquista, genocidio que es esencial
para dar vida al verdadero virus que porta la expansión europea desde 1492;
porque le brinda, parasitariamente, la posibilidad de una “acumulación
pre-originaria” (el trabajo impago y jamás reconocido de 100 millones de indios
y afros) para financiar toda una forma de vida donde ese virus se pueda
realizar en toda su plenitud.
Esa forma de vida es el mundo moderno, como nicho de
realización de las expectativas exponenciales de este virus llamado
capital-ismo. No en vano decía Marx que el capital nace chorreando sangre por
todos los poros, porque es parido en el genocidio del Abya Yala y, desde
entonces, para darle vida –que no la tiene– hay que privársela a otros: la
humanidad y la naturaleza; por eso concluía lógicamente: “la producción
capitalista sólo sabe desarrollar la técnica y la combinación del proceso social
de producción socavando al mismo tiempo las dos fuentes originales de toda
riqueza: la tierra y el hombre”.
Pregona la modernidad de boca para afuera: “liberté, egalité
et fraternité”, y declara que: “todos los hombres son creados iguales”; porque,
de boca para adentro, lo que considera humanidad es apenas el recorte racial
izado que establece como su propia y más acabada antropología: “todos somos
iguales, pero algunos somos más iguales que otros”. Aquella observación de
Orwell no es imputable a un sistema de gobierno sino a un sistema-mundo; por
eso Benjamín Disraeli sentenciaba ya en su tiempo: “a los derechos humanos
preferimos los derechos de los ingleses”.
La hegemonía expansiva que logra, bajo el diseño –no sólo
geopolítico sino también antropológico– centro-periferia, le otorgó una
legitimidad que se fue diluyendo ya en el siglo XX; fue el siglo de las
“exposiciones universales” (que comienzan en París, en 1878) que, promoviendo
la religiosidad del progreso infinito, desplazaba su ficción civilizatoria a un
futuro donde sea posible todo, hasta la vida eterna. Su liberal creencia hasta
piadosa en el progreso y el desarrollo, pedía confiar en la ciencia y la
tecnología, como los mediadores mesiánicos de un ascenso evolutivo hacia la
perfección absoluta (la misma crédula insistencia neoliberal de la fe en el
mercado, como la moneda de salvación milenarista).
Esas creencias, como sus dogmas de fe, constituían la base
de legitimidad de la sociedad moderna; por eso podía autodenominarse “sociedad
del progreso”, como el verdadero “mundo libre”; o “sociedad del futuro”, como
la auténtica “tierra prometida”. Pero, ahora, todo eso ha fracasado.
“El mundo ya no volverá a ser el mismo”, dicen los que le
hacen el coro a la narrativa imperial; aunque lo que debieran subrayar es que:
nunca el mundo había sido literalmente clausurado para el ser humano, y de modo
indefinido. La “globalización” ya fue la culminación de una expansión
irrestricta del capital y del mercado, y un arrinconamiento coercitivo de la
humanidad, vendida al mundo entero como la apoteosis de la libertad y la
riqueza para todos.
No hay un “mundo post-covid”, porque después de la cuarentena
(que no es sino un Estado de sitio no declarado), lo que se puede vislumbrar es
un Estado de excepción global, donde quedarían conculcadas, de facto, todas las
libertades y derechos, civiles y políticos en todo el mundo. Esto significa
acabar, definitivamente, con la idea de “mundo”. Porque si el mundo es un algo
común, un orbe válido y accesible para todos; después de la cuarentena, quedará
confirmado que el mundo se deshizo ante nosotros y lo único que nos queda, es
un orden impuesto, ajeno a todo lo que podía significar un “mundo”.
La misma etimología del concepto de economía, nos sugería la
administración de una casa común; porque en la idea de mundo se compendiaba
siempre la posibilidad del cómo del existir plenamente humano; ya sea como
facticidad o como historicidad, el mundo constituía el horizonte irrevisable de
toda experiencia, incluso como trascendencia. La negación de todo ello era el
tan promovido “fin de la historia” (la pueril efusividad de Fukuyama no le
permitía advertir que esa idea significaba, en realidad, el fin de la
humanidad).
En ese sentido, el fin del mundo no es la destrucción de la
vida sino el sinsentido globalizado de la existencia. Si con el lawfare se
acabó con la presunción de inocencia, con el health-fare se criminaliza la
salud, es decir, si todos somos susceptibles de contagio, el estar sano es
motivo de sospecha; para universalizar la vacuna que pretenden instalar como la
nueva identidad, nadie puede pretender siquiera creerse sano.
En semejante situación, con la infección como el nuevo
enemigo invisible, la delación se convierte en la nueva moneda de admisión
ciudadana. La lucha contra el terrorismo se legitima por otros medios: el
terror se interioriza y todo resto de vida que queda sólo consiste en asegurar
una condición aséptica siempre dudosa. La ficción kafkiana nos enseñó que uno
podía ser culpable de un crimen inexistente; la narrativa actual nos muestra
que el enemigo somos todos, es decir, el pecado original resignificado nos
convierte en culpables perpetuos, siendo la desobediencia al aislamiento el
nuevo terror que hay que denunciar.
De ese modo, la lucha imperial “del bien contra el mal”
alcanza su más plena consagración sacrificial: para que vivas, tenemos que
deshacernos de otros. Sólo entonces, la propia humanidad, admitiría como
inevitable el fatalismo imperial, legitimando su propia eliminación. En tal
caso, ya no hay “mundo” sino un virtual purgatorio y la vida es sólo el reflejo
de algo inevitablemente perdido.
Sólo así, el sistema económico, la ciencia y su forma de
vida –moderna– se redimen, transfiriendo su fracaso a toda la humanidad como
“culpable” y a la naturaleza como “vengativa”. La tesis de la zoonosis como
causa del actual virus responde a esa típica “externalización” de
responsabilidades que, el neoliberalismo, tiene como dogma de las propias
miserias que ha venido provocando; pues, de ese modo, busca siempre transferir
obligaciones suyas –nunca admitidas– al resto afectado.
El concepto de “cambio climático” formaba parte de esa
estrategia discursiva imperial acorde a esa transferencia de responsabilidades,
como el contenido real de la política de “gestión de riesgos” (mi riesgo lo
asumen los afectados) que ejecuta sistemáticamente, desde la crisis del 2008,
el poder financiero; haciendo aparecer como “natural” una situación que no
tiene un origen natural sino de intervención irracional del factor
financiero/petrolero en el ecosistema; por ello los poderes fácticos acuñan,
para lavarse las manos, el concepto de “resiliencia”, como la adaptación
resignada y fatalista de algo que supuestamente no tendría causantes con nombre
y apellido.
El actual infierno producido ya no es la lucha de todos
contra todos, sino la indolencia e indiferencia del sacrificio global. Y eso ya
no constituye “mundo” alguno. Si la vida es sólo posible haciendo imposible
vivir “en sociedad”, entonces el “nuevo orden” es, en realidad, un laboratorio
aséptico donde todos son condenados a existir en tubos de ensayo, como la única
posibilidad de realización confinada de las fantasías individuales.
La cuarentena ya es, como ejercicio militar de disuasión
estratégica, el adiestramiento obligado de la “vida virtual”, como única vida
posible. Para instalar definitivamente la necesidad de la digitalización de
todo y la inminencia de la “inteligencia artificial”, se requería provocar este
tipo de ejercicios globales que hagan inevitable la cesión consentida e
inevitable de los derechos y las libertades humanas.
Eso ya fue ensayado con el autoatentado a las torres
gemelas, el 2001. Aquella conculcación de los derechos y libertades civiles en
USA fue justificada por la apoteósica guerra contra el terrorismo, acuñada
religiosamente como “la lucha del bien contra el mal”. Para amplificar aquello
al resto del planeta, tenían los poderes fácticos que imaginar una situación
resignada de aceptación mundial de un Estado de excepción de alcances globales.
La pandemia, como plan-demia, era lo más oportuno para imponer la doctrina
neoliberal del “there is no alternative”. No les quedaba otra. El neoliberalismo
fracasó, porque se hace ya imposible su continuidad por vías democráticas
(aunque sean fraudulentas), porque ya ni en el primer mundo creen en la
narrativa neoliberal.
Pero el fracaso del neoliberalismo es también fracaso del
capitalismo; pero no por acumulación de crisis, pues el capitalismo siempre ha
estado en crisis, es más, necesita de la crisis para seguir su espiral
acumulativa, es decir, necesita poner en crisis todo, para legitimar su afán
exponencial. Lo que hace ahora que este fracaso sea definitivo son los mismos
límites finitos de la vida, que se han venido encargado, desde fines del siglo
XX, de hacer ya imposible las expectativas exponenciales, es decir, infinitas,
del capital.
De los límites naturales pasamos a los límites humanos; el
desangramiento de los pobres del planeta ya no era suficiente para el casino
financiero, ahora su gula infinita se dirigía contra los propios ahorros en el
centro. Después del asalto al sistema global de pensiones, ya no queda casi
nada para la voracidad del casino financiero global. La última inyección de
“dinero fiat” que la FED está realizando en la economía gringa, sólo hace
periclitar aún más el irracional sistema económico mundial. Ya no hay más
posibilidades de que el capital siga creciendo. Pero si el capital no crece,
muere. Y esta amenaza es lo que se confunde con la muerte de todo, incluso de
la vida misma.
Esta su tendencia interna, a crecer indefinidamente, es
inobjetable para el sistema económico (y es la base de sustentación del mismo
desarrollo), por eso, la imposibilidad del crecimiento económico es la amenaza
que obliga a los poderes fácticos a un nuevo sacrificio, esta vez, de
características universales. Por eso señalamos que la racionalidad económica
moderno-capitalista provoca irracionalidades, y esa es la realidad que yace
detrás de la plan-demia.
Para que el capital no muera, el sistema económico mundial
–llamado por eso capital-ismo– debe, como siempre ha hecho, sacrificar nuevos
chivos expiatorios sobre los cuales transferir su crisis y sus fracasos. Lo
novedoso de la situación actual y del neomaltusianismo que promueven los
poderes fácticos con nuevos eufemismos, es la arrogante administración etaria
que están imponiendo. El robo al sistema global de pensiones es la instauración
fatídica de la política de eutanasia amplificada como solución del crónico
decrecimiento económico: reducimos ya no sólo la población sino la esperanza de
vida, para que el capital siga viviendo. Bajo el mismo tenor que se colige del
aborto promovido como bandera de liberación femenina, esta política de
reducción de la esperanza de vida, pone en evidencia la cancelación y abolición
de todo futuro posible: la humanidad ya no tiene derecho a vivir más de lo que
el capital exige.
Este fracaso desmiente las promesas iluministas, del
Renacimiento y la Ilustración (la mitología moderna del autodenominado “mundo
libre”), a su vez que desencubre la lógica suicida del capital, arrinconando a
la humanidad en la falsa disyuntiva maltusiana. El problema no son los pobres o
los viejos. Sin vida no hay ser humano y sin trabajo humano no hay riqueza
alguna; el capital es posible porque hay trabajo y hay vida, en consecuencia,
jamás el capital es lo primero sino la vida, es decir, el capital no puede ser
criterio de la vida sino al revés. El fetichismo económico es el que ha puesto
al mundo de cabeza y ahora pretende “racionalizar” hasta la esperanza de vida.
La política de eutanasia implícita hace colapsar los
cimientos mismos de la “sociedad del progreso”. Porque matando a los viejos no
se mata al pasado. Se mata al futuro. Si el mensaje es: vive ahora porque
mañana te eliminamos; el mañana deja de existir. El mundo ya no se recorta sólo
en su espacialidad, como sucede con la globalización, donde sólo posee carta de
tránsito el dólar y sus portadores; sino ahora en su temporalidad: ya no hay
lugar para los viejos.
Si todo lo que se espera humanamente como deseable, se lo
transfiere al futuro (por eso, por ejemplo, se ahorra); ahora esa última
esperanza, de quienes todavía encuentran algún sentido en el sacrificio
presente, ha sido hecho trizas. Interpretar a los viejos como una “carga para
la economía”, es amputarse los supuestos históricos reales de la economía, pue
sin el trabajo precedente no hay riqueza presente. Entonces, deshacerse de los
viejos es poner a todo el sistema económico en el campo de la pura ficción. Por
eso no es raro que los estrategas tecnocráticos de los organismos
internacionales sean, curiosamente, jóvenes (como los nuevos astros del
futbol). Mientras más jóvenes, más fáciles de manipular y de usar, pero,
además, más proclives a imaginar un mundo sin pasado y sin historia. Con el
mundo de la posverdad se exaltó definitivamente el instante como criterio de
toda experiencia posible, dejando a la experiencia misma sin sentido.
El futuro no es la niñez sino la vejez, porque dejamos atrás
la infancia y siempre nos proyectamos, vía experiencia, hacia la madurez. Todo
lo que se puede lograr en la vida, sólo se lo puede gozar en la vejez. Pero el
capitalismo, como un auténtico parásito, le extrae a uno no sólo fuerza física
sino fuerza vital, de modo que uno llega a viejo ya no para acopiar lo logrado
sino para ser escupido y despreciado por una sociedad que no acepta a los
“inútiles”.
Desde el colapso de la Unión Soviética (provocado también
por la geopolítica imperial), el capitalismo ya no necesitó mostrarse “humano”;
por ello también el neoliberalismo ha sido concebido como “capitalismo
salvaje”. El posmodernismo (surgido en Francia bajo auspicio de la CIA, como ya
se sabe actualmente), constituyó su ideología, filtrándose hasta en los
movimientos de resistencia anarquista y socialista, para desarmar al bloque
popular unificado y minar, a su vez, toda posibilidad de la creación del poder
popular. El mundo de la posverdad es la apoteosis de toda esa estrategia
geopolítica de cooptación ideológica que desubicó completamente a la izquierda
mundial, llegando a la situación actual, donde hasta los supuestos críticos no
hacen sino confirmar su consciencia periférica-satelital, haciendo eco de la
narrativa imperial.
Cuando el Imperio actúa, crea su propia realidad. Para eso
diseña todo un sistema académico que piensa las necesidades imperiales como
necesidades humanas y planetarias. La intelectualidad periférica sólo se dedica
a estudiar, o sea, a “interpretar” esa realidad. Como sólo “interpretan” (hasta
“de colonialmente”) y nunca “transforman” esa narrativa, el Imperio y sus
mandarines actúan y crean nuevas realidades, para el consumo comedido de la
consciencia periférica-satelital. Así suceden las cosas, como en la actual
plan-demia; mientras el Imperio actúa, la izquierda global sólo se dedica a
“interpretar” la escenografía que el Imperio dispone para naturalizar su nuevo
embuste.
Lo cual se evidencia en la repentina lucidez que adquieren
incluso sectores conservadores, a la hora de verificar que, detrás de la
cuarentena global, se encubre una planificada política de imposición de un
“nuevo orden”. Para aclarar a los despistados izquierdistas, que se han creído
la ficción sobredimensionada de una epidemia que, hasta numéricamente, no
alcanza mundialmente los niveles tangibles para provocar semejante zozobra
global; ésta es una nueva lucha de capitales que la patrocina el capital
financiero, en contra hasta del capital productivo, donde, curiosamente, se
recluyen sectores conservadores que en plena globalización, vieron su
desplazamiento definitivo del liderazgo capitalista, nacional y global. Por eso
no es de extrañar la aparición de personajes como Trump que, en plena carrera
electoral, prorrumpía con una demagógica retórica anti Estado profundo. Son los
capitales nacionales, desplazados por el financiero –que ahora son el poder
detrás del trono– los que tratan infructuosamente de sobrevivir en esta nueva
recomposición del proceso de acumulación capitalista.
Este nuevo diseño global ya fue descrito por Kissinger y,
sobre todo, por Brzezinski. La cuarentena tiene, como uno de sus objetivos,
hundir la economía de la gran mayoría de los Estados, incluso del primer mundo.
Siguiendo la lógica de la mafia, para el casino financiero, los Estados se han
ido reduciendo a meras empresas fantasma, cuyo fin ya nunca ha sido generar
nada, sino “lavar” el origen espurio del verdadero capital que tiene a un
Estado particular como garante de todos sus movimientos; es decir, son creados
para la quiebra, mientras las verdaderas ganancias se canalizan por otros
medios. La quiebra multiplicada de los Estados, sobre todo periféricos, es lo
que se viene; por eso no es raro el comedimiento del FMI y su “flexibilización”
crediticia. Ya no queda más para robar, por eso el capital financiero apuesta
por robar el futuro, colapsando toda la economía mundial.
Pero, poco a poco, se va develando esta política profunda, y
los planes del 1% de billonarios mundiales –que también compiten, como buitres
hambrientos– se van desenmascarando por las propias filtraciones de información
que jamás podrían denunciarse en los más-media mundiales, comprados por el
dinero del 1%. Una vez más, le toca al pueblo, extendido ahora como humanidad
desplazada de lo que podía considerar su mundo, resistir y transformar el
diseño financiero de un “nuevo orden” exclusivo para la locura suicida del
capitalismo.
En Chile perdieron los ojos para que abras los tuyos. En
Ecuador, las muertes sólo serán muertes si los vivos no despiertan. En Bolivia
lo que se está quebrando no es el pueblo, sino la derecha antinacional que
promovió el racismo golpista. En España e Italia ya no se habla del covid sino
del cómo recuperar lo que se ha perdido. En Francia e Inglaterra vuelven las
protestas. En Alemania y Rusia ya se asevera que la epidemia viral fue
sobredimensionada. En USA, “black lives matter”. Si es así, entonces,
“indigenous lives matter”, “humanity matters”. “PachaMama matters”, “capital
doesn´t matter”.
Si el capitalismo muere no ha de ser por una crisis interna,
aunque sea terminal, porque en la crisis está en su elemento (por eso enferma
todo y a todos, para seguir viviendo). Como el cáncer, sólo muere dando fin al
espacio vital que lo ha hecho posible. Si muere el capitalismo, ha de ser por
una decisión humana; cuando la propia humanidad despierte y adquiera
consciencia de que no es ella la que le debe su vida al capital sino al revés.
Entonces el mundo se pondrá de pie y será verdaderamente mundo, como una Casa
Grande, hogar natural de toda la humanidad; “donde todos quepan”, “donde todos
vayamos juntos y nadie se quede atrás” y, donde “los que manden, manden
obedeciendo”.
rafaelbautistas@gmail.com
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