Por Leandro Albani:
Irak es el embudo más grande del mundo. Quienes se atreven a
ingresar a ese territorio, de una u otra manera quedan atascados entre sus
montañas, desiertos y llanuras. Esto no tiene que ver con cuestiones
geográficas -aunque las montañas siempre fueron fieles aliadas- sino por el
permanente rechazo del pueblo iraquí a que le impongan modelos, liderazgos,
gobiernos, siempre diseñados -o respaldados- por Occidente.
Las masivas protestas que continúan desbordando las calles
del país, el rechazo a la presencia de las tropas estadounidenses, las feroces
críticas de la población ante un sistema político y económico corrupto -e
impuesto a la fuerza por Washington-, son una constante que se arrastra desde
la invasión de Estados Unidos en 2003, perpetrada bajo los falaces argumentos
de que en el país existían armas de destrucción masiva.
Para finales de 2019, el pueblo iraquí había perdido el
miedo impuesto por el gobierno de Bagdad y por milicias armadas que controlan
diferentes regiones del país. La derrota del Estado Islámico -ISIS- en Irak fue
una bocanada de aire fresco para una casta política cuestionada y que defiende
intereses sectoriales, en la mayoría de los casos con la venia de Washington.
Aunque la administración central dejó que un grupo de apenas tres mil
mercenarios de ISIS tomaran Mosul –la principal ciudad petrolera del país-, la
derrota militar de los entonces comandados por Abu Bakr Al Baghdadi fue
presentada como una victoria rutilante por el Ejecutivo. En esos días de júbilo
oficial, el futuro de Irak parecía brillar.
Cuando los Estados Unidos invadieron el país, aplicaron un
plan profundamente neoliberal durante el primer año de ocupación. A través de
la Autoridad Provisional de la Coalición –en la que descollaron Gran Bretaña y
España-, los funcionarios enviados por la Casa Blanca tuvieron un solo
objetivo: privatizar absolutamente todo y controlar los pozos petroleros de uno
los principales productores crudo en el mundo. Ni la libertad, ni la democracia
ni la pacificación estuvieron en los planes estadounidenses. Un Estado nación
devastado por las sanciones internacionales –medidas punitivas impulsadas por
Washington que costaron miles de vidas- y agobiada y aterrorizada por el Estado
construido por décadas durante el régimen de Sadam Husein, vio con esperanzas
la intervención extranjera. En menos de un año, esas esperanzas se esfumaron
como una estrella fugaz. Estados Unidos se encargó de exacerbar las diferencias
étnicas, religiosas y políticas, y en ese río oscuro y revuelto sacó tajadas
importantes, en su mayoría referidas a la producción petrolera. Dick Cheney -el
entonces vicepresidente del gobierno de George W. Bush- también concretó
jugosos negocios. Halliburton -una empresa en la que Cheney era directivo- se
encargó de enviar desde cocinas hasta tanques de guerra a Irak. Es más, la
compañía hasta fue la encargada de construir un local de comida rápida en la
Zona Verde de Bagdad para que los marines no extrañaran la alimentación de su
país.
En el medio del caos generado por Estados Unidos en Irak, la
República Islámica de Irán inició esfuerzos diplomáticos –como lo hizo en
Afganistán- que le permitieron tener una influencia cada vez mayor en la
política iraquí. El asesinato Qasem Solimani -general de las fuerzas iraníes Al
Quds- muestra la desesperación estadounidense por frenar la avanzada iraní
sobre Medio Oriente. Si la administración de Barack Obama había tercerizado la
invasión mediante la promocionada ayuda no letal, el gobierno de Donald Trump
apuesta por los asesinatos selectivos para contrarrestar a quienes considera
enemigos.
La pobreza, la escasez de agua; la corrupción endémica en
las instituciones del Estado; el rechazo profundo a las soluciones
estadounidenses; la injerencia extranjera y la negativa de funcionarios
iraquíes por atender las demandas de la población estallaron el año pasado en
masivas protestas que inundaron las calles. La respuesta estatal a estas
manifestaciones resultó en más de 400 muertos, una represión desmedida y
reformas de carácter cosmético. Aunque el parlamento iraquí votó a favor del
retiro de las tropas estadounidenses del país, la clase gobernante está
conciente de que Washington es un aliado para los más diversos negocios. Solo en
2016, ambos países firmaron un acuerdo por 1.800 millones de dólares para que
Estados Unidos envíe armamento a Irak. El pueblo iraquí tiene en claro que por
las venas abiertas de su país ese dinero se escurre diariamente hacia
Occidente.
En el año 2020, Irak es impredecible. Si existen esperanzas,
estas se encuentran puestas en las personas que salen a las calles de forma
masiva, pese a la represión gubernamental y de milicias que se encuentran bajo
ningún tipo de control estatal. La otra cara de la moneda está pintada con el
color del terror. Un posible resurgimiento militar del ISIS no se puede
descartar, como tampoco futuros pactos entre funcionarios nacionales aferrados
al poder y Estados Unidos, un país que en el caos iraquí sigue disfrutando de
los buenos negocios, del control militar en la región y de una reserva
petrolera por la que cualquier imperio iniciaría otra guerra descabellada.
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