Por Homar Garcés:
La guerra jurídica, o lawfare, es la nueva modalidad
adoptada por algunos gobiernos para desmoralizar y destruir a sus oponentes
políticos, potenciales o declarados. Esto implica, obviamente, un uso indebido
de los diferentes instrumentos de carácter legal a su disposición. Todo con la
intención de afectar, obstruir y destruir su trayectoria e imagen pública,
hasta lograr, al final, su inhabilitación política y posible encarcelamiento.
Algo que ya ocurre en Argentina y Brasil con Cristina Fernández y Luis Inácio
Lula Da Silva, a quienes se les han imputado delitos de corrupción
administrativa, supuestamente cometidos bajo sus respectivos mandatos
presidenciales, a fin de impedir que ambos lleguen, en unas próximas
elecciones, a recuperar el poder.
Otro tanto se le pretende aplicar al expresidente Rafael
Correa a instancias de quien sería su sucesor al frente de la Revolución
Ciudadana en Ecuador, ahora alineado con Estados Unidos y la derecha
latinoamericana. En ello vale incluir a Fernando Lugo, Manuel Zelaya y Dilma
Rousseff, destituidos mediante artilugios orquestados desde los Congresos de
sus respectivas naciones, dominados por sus enemigos derechistas,
aprovechándose de algunas circunstancias que, en su momento, fueron difundidos
y magnificados por los medios informativos a su servicio, creando matrices de
opinión favorables a sus fines políticos.
Una cuestión que sienta, ciertamente, un grave precedente en
cuanto a la aplicación de las leyes, tergiversando su naturaleza y propósitos
en beneficio de un interés partidista y/o minoritario que, a la larga, minará
la confianza que se tenga respecto a la integridad de aquellos que ejercen los
poderes del Estado (más allá del grado en que se halle actualmente). Lo cierto
de todo, es que esta práctica deshonesta de las leyes será todo, menos algo
legal o legítimo como lo presentan sus promotores.
Otro tanto ocurre con la legislación supranacional aplicada
desde hace décadas por Estados Unidos y Europa al resto de los países, ya no
solo contra aquellos que mantienen una ideología diferente a la suya, sino que
se extiende a otros con iguales o parecidos intereses, sin respeto alguno a la
soberanía de los pueblos objeto de sus ataques ni al derecho internacional,
instituido -vale aclarar- por sus gobiernos a través de la Organización de las
Naciones Unidas, luego de culminada la Segunda Guerra Mundial, lo que constituye
una contradicción flagrante con sus principios. También cabe incluir la
negativa estadounidense a la aplicación de la justicia a sus soldados en
diferentes escenarios bélicos, obligando a algunos gobiernos a reconocerles
inmunidad diplomática, aun cuando cometieran crímenes de guerra y de lesa
humanidad, justamente cuando han sido desplegados para, supuestamente,
resguardar los derechos humanos, la paz y la democracia de otras naciones. En
este último caso, el gobierno de Donald Trump amenazó con aplicar sanciones a
los jueces de la Corte Penal Internacional si éstos obran con una investigación
sobre los presuntos crímenes de guerra cometidos por las tropas estadounidenses
en Afganistán.
La pretensión a largo plazo (quizás en menor tiempo al que se
calcule) es crear las condiciones adecuadas para que exista una “sociedad
abierta” regida por un gobierno global, a la cabeza del cual estaría, sin
sorpresa alguna, Estados Unidos. De esta manera, las relaciones comerciales,
financieras y políticas están siendo insertadas -sin desmayo y a la vista de
todos- en un vasto plan de dominación que algunos anticipan como un hecho
irreversible, difícil de conjurar, pero que, aun así, sufre grandes tropiezos,
gracias a la resistencia mostrada por los diferentes pueblos del mundo.
mandingarebelde@gmail.com
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