Por Carolina Vásquez Araya:
Hay muchas maneras de acabar con las posibilidades de
progreso para un país.
Cuando presumimos de ser inteligentes, solemos compararnos
con otros seres vivos de la naturaleza. Grave error. Nuestra capacidad para
pensar, analizar, diseñar nuevos modelos de sociedad, desarrollar tecnología y
modificar el entorno se ha divorciado paulatinamente de las necesidades vitales
de las personas. Los animales y las plantas, en cambio, funcionan de manera
colectiva y no solo se protegen, sino además administran sus recursos para
evitar sufrir las consecuencias de una depredación total de su hábitat.
En estas primeras décadas del siglo nuestra dependencia de
los sistemas tecnológicos tiende a acentuarse de modo acelerado. Quienes poseen
los recursos económicos para tener acceso a la tecnología, esta dependencia
alcanza visos de obsesión. Lo que no nos dicen es cómo van a enfrentar las
nuevas generaciones –y quizá nosotros- los enormes desafíos cuando los
fenómenos atmosféricos alcancen un nivel catastrófico: calentamiento global y
desertización con su cauda de inundaciones, pérdida de fajas costeras,
agotamiento de los recursos hídricos, sequías y otros fenómenos de los cuales
ya hemos tenido los primeros anuncios.
Si esto resulta fatal en países desarrollados, para aquellas
naciones menos afortunadas, cuyos gobiernos corruptos se sostienen gracias a un
balance desigual de los poderes, el futuro presenta riesgos de enorme
envergadura. Entre estos países se encuentran algunos de los más afectados por
las intervenciones políticas, económicas y militares de Estados Unidos, como
los que componen el triángulo norte de Centroamérica –Guatemala, El Salvador y
Honduras- cuyas frágiles democracias se encuentran bajo constante amenaza.
En estos países, los indicadores de desarrollo humano
revelan un cuadro de abandono y abuso indescriptibles. La desnutrición crónica,
miseria, violencia y falta de oportunidades para las nuevas generaciones
auguran un futuro marcado por la profundización de sus carencias, con una gran
masa poblacional bajo la línea de la pobreza cuyas capacidades intelectuales
-reducidas por efecto de su condición nutricional- les impedirá tener acceso al
mercado laboral; y cuya pobreza será, por razones obvias, un obstáculo
insalvable para emprender cualquier iniciativa como salida hacia el desarrollo.
Lo más preocupante de este cuadro es la falta de
inteligencia de quienes poseen el poder económico. Ocupados en consolidar sus
privilegios y aumentar sus riquezas, han olvidado el hecho elemental de su
dependencia de la fuerza laboral, gracias a cuyo trabajo mal remunerado han
amasado algunas de las mayores fortunas del continente. Sumado a ello, su
indiferencia hacia las graves consecuencias de sus industrias extractivas y
cultivos extensivos, que han destruido por completo algunos de los más
importantes ecosistemas de la región, denota una absoluta falta de sentido
común.
En otras palabras: la combinación de gobiernos corruptos y
empresariados miopes da como resultado el suicidio lento de naciones ricas en
potencia, pero miserablemente administradas por castas fincadas por siglos en
los poderes de esos Estados. A ello se suma una clase media con afanes
aspiraciones y bajo la ilusión de pertenecer al sector privilegiado aun cuando
lo sirven por migajas. Este colchón poblacional –entre los ricos muy ricos y
los pobres muy pobres- se conforma mientras no haya síntomas de colapso y
reeligen, una y otra vez, a sus mismos representantes políticos. Quizá sea ahí
en donde se necesita empezar a reconstruir la autoestima de estas naciones
castigadas por siglos.
La codicia es capaz de anular la inteligencia y el sentido
común.
elquintopatio@gmail.com
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