Por Carolina Vásquez Araya
En cuanto vi las noticias sobre los niños atrapados en un
sistema de cavernas en Tailandia regresaron a mi mente las imágenes de las
niñas guatemaltecas quemadas en uno de los “hogares seguros” del sistema de
protección de la niñez en Guatemala. Las vi tendidas en las camillas y escuché
sus alaridos de dolor y pánico. Vi cómo los representantes de las autoridades
de seguridad, supuestos a protegerlas, las observaban con desdén; y también
regresaron a mi memoria los rostros angustiados de familiares y bomberos que
acudieron a socorrerlas. Muchos vimos y escuchamos a través de los medios de
comunicación las declaraciones
contradictorias de los responsables de su seguridad y seguimos el hilo de las
noticias, incrédulos cuando las máximas autoridades intentaron endosar la culpa
a las víctimas.
Es, entonces, ante la inmensa solidaridad y preocupación por
la vida de los niños atrapados en las cavernas de Tailandia -no solo por la
ciudadanía sino también por sus autoridades- cuando surgen las dudas respecto
de la legitimidad y los valores humanos de quienes tienen a su cargo el enorme
peso de dirigir los destinos de un país. Es allí, en los momentos álgidos de
las decisiones oficiales en donde se define si una nación está en manos de
seres humanos o de una estructura diseñada para explotar a fondo las
oportunidades que ofrece la cooptación de un Estado. Es también cuando se marca
el abismo entre sociedades, en donde ante una desgracia que afecta a un grupo
de niños desaparecen las diferencias entre grupos para unirse con la solidez de
la hermandad pura y simple.
Las niñas del Hogar Seguro Virgen de la Asunción tenían
tanto derecho a vivir como los niños del equipo de fútbol atrapados en las
cavernas tailandesas. La enorme diferencia es que mientras ellas fueron explotadas,
maltratadas, víctimas de toda clase de acusaciones injustas y abandonadas a su
suerte en un sistema perverso, ellos han sido arropados por una sociedad
solidaria y empática, preocupada por salvarlos de la muerte. La comparación
vale porque ni unas ni otros tienen culpa alguna por su situación. Ambos grupos
de infantes pertenecen a una comunidad humana responsable por su bienestar, su
seguridad y su integridad. Cómo se les trate y cuántas oportunidades de tener
un futuro pleno y feliz depende de adultos y de las decisiones de gobernantes
capaces o no de ofrecerles una vida digna.
Las actitudes revelan mucho. Los alegatos de falso
cristianismo y los intentos de ocultar la verdad aun ante evidencias, dice todo
respecto de las verdaderas intenciones de una persona. El auténtico valor
humano no reside en un discurso machacón y plagado de lugares comunes para
evadir responsabilidades, sino en acciones concretas dirigidas a consolidar a
las instituciones cuya existencia es vital para resguardar la integridad de la
justicia y la vida democrática.
Las niñas del Hogar Seguro, así como las víctimas del Volcán
de Fuego abandonadas a su destino, se han convertido en un símbolo para
Guatemala. Un símbolo acusatorio, una sombra en la conciencia de quienes, por
su posición privilegiada en la cúpula del quehacer político y económico, son
los máximos responsables por su seguridad y su vida. Podrán pasar los meses y
los años, la memoria histórica no se borrará ni la falsedad de los gobernantes
se convertirá en una verdad alternativa. Algún día se hará justicia.
Ninguna mentira dura para siempre; la verdad tiene un poder
superior.
elquintopatio@gmail.com
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