Por Sergio Rodríguez Gelfenstein:
En el esfuerzo por conocer a China, su vida, su cultura, su
idiosincrasia y su historia y tratar de entender lo que hoy está ocurriendo en
ese país y las implicaciones que ello tiene y va a tener en el mundo, he
terminado de escribir un libro en el que después de tres años de investigación
y siete viajes a ese país, intenté sintetizar el vasto conocimiento adquirido,
logrando comprender y aprender muchas cosas. Una de ellas, tal vez la más
importante es que sus parámetros de comportamiento como individuos, como
sociedad y como Estado emanan de una historia y una filosofía que no es la nuestra,
a lo mejor esto es una verdad de perogrullo, pero creo que el desconocimiento
de una afirmación tan elemental lleva a conclusiones erróneas que conducen a
análisis incorrectos de la realidad de ese país y de las repercusiones que el
acontecer de su vida política tiene en lo interno, y por supuesto en lo
exterior.
Me di cuenta que el desconocimiento de su historia y
filosofía, de la cual deriva su actuación política tiene fundamentos distintos
de los de Occidente, entre ellos el concepto filosófico de tiempo. Me vi
obligado -en el capítulo referido a este aspecto- dedicar un subcapítulo para
explicar las diferencias en el uso del concepto tiempo para los occidentales y
los orientales. Pienso que ahí radica parte importante de las incomprensiones
entre ambas culturas y civilizaciones, lo cual, dado el poderío creciente de
China en el siglo XXI tiene repercusiones planetarias.
Pero, no es de eso que quiero escribir hoy, lo anterior solo
sirve de referencia para decir que he aprendido de China que los procesos
sociales, sobre todo cuando son de transformación, se gestan y desarrollan en
tiempos muy extensos, generalmente mucho mayores que la vida útil promedio de
un ser humano de este siglo. A los occidentales nos cuesta mucho entender este
hecho que es muy natural para los chinos.
Los procesos sociales, entre ellos los intentos de cambio
revolucionario de la sociedad son fenómenos sumamente complejos en los que
intervienen múltiples factores subjetivos que conducen a una metamorfosis del
componente objetivo que está a la vista. El factor subjetivo más importante es
el del papel del ser humano como sujeto de estos procesos, pero también el de
aquellos que ejercen el papel de conductores, guías y/o dirigentes que
orientan, aceleran, dan curso y establecen las prioridades de cada momento, así
como del nivel, calidad y estructura de las organizaciones políticas que tienen
la responsabilidad de servir como correas conductoras entre la sociedad y los
que asumen la responsabilidad de dirigirla.
Se ha querido establecer una visión idealista de los
procesos revolucionarios como si actores y sobre todo conductores fueran seres
incólumes, ajenos a imperfecciones, inmunes a las deformaciones que la sociedad
de clases impregna a todo aquello que recibe su influencia. Nada más falso. Lo
que sí es claro, y ha sido demostrado por la vida y por la historia, es que en
la medida de una mayor pureza, capacidad y sensibilidad de los conductores, los
procesos pueden avanzar más rápido, mejor y sin correr los riesgos de la
desaceleración o la muerte. Creo que quien se acercó en mayor medida a esa
perfección fue el Comandante Ernesto Che Guevara quien además tuvo la
extraordinaria visión de comprender que para realizar la transformación
revolucionaria de la sociedad era necesario construir un “hombre nuevo”. Pero
el Che jamás dijo que esa sería una tarea de corto plazo y que estaría
vinculada de manera automática a la toma del poder o a la llegada al gobierno,
mucho menos cuando esto se produce por vía electoral.
Tal hecho, como todas las cosas de la sociedad y los seres
humanos, no son absolutos, son como la vida misma, plena de complejas variables
que en cada país se entrelazan para generar particularidades que hacen que
ninguna mutación sea igual a otra. Los que opinan desde lejos deberían saberlo
y no tratar de encumbrarse a un Olimpo donde nadie los ha ubicado, para emitir
definitorias opiniones que muchas veces desconocen la realidad y que suponen
recetas inmaculadas que deben ser cumplidas por todos en cualquier condición y
en cualquier situación. La vida me dio la oportunidad de poder conversar varias
veces con el más grande revolucionario de nuestra época: el Comandante Fidel
Castro. Jamás escuché de él una opinión determinante, conclusiva, excluyente
del sentir distinto del interlocutor. Supe de discernimientos absolutamente
opuestos entre los propios y los de aquellos con quienes conversaba, pero jamás
de una imposición o restricción por emanada de la diferencia.
La situación actual de Nicaragua, como la de Cuba en otros
momentos e incluso la de Venezuela en años recientes, genera tal grado de
polémica y desazón en determinados personajes, que a uno no le queda más que
ser una vez más testigo de la fuerza que logran construir los medios de
información del enemigo, capaces incluso de quebrar el raciocinio de quienes en
el pasado dieron muestras fehacientes de integridad y ética. Recuerdo cuando
ante el fusilamiento en Cuba de los terroristas que secuestraron un barco de
pasajeros para llevarlo por la fuerza a Estados Unidos, José Saramago y Eduardo
Galeano pusieron distancia con la isla de la libertad. La vida les dio tiempo
para comprender los difíciles avatares que debe enfrentar una dirección
revolucionaria cuando la cotidianidad los lleva a desafiar todos los días al
imperio más poderoso de la tierra. Ambos se reconciliaron con Cuba y murieron
como lo que fueron: dos grandes de nuestra época sin transigir, ni desmerecer
de su condición revolucionaria.
Conozco Nicaragua, la conozco bien, no solo desde un
escritorio y una computadora que es la trinchera que me toca ahora, sino desde
el Golfo de Fonseca en el caluroso extremo noroccidental hasta el Río San Juan
en la frontera con Costa Rica al suroriente, y desde Bilwi (antes Puerto
Cabezas) en la región norte del Caribe nicaragüense hasta Peñas Blancas, paso
fronterizo con Costa Rica sobre la carretera panamericana. A través de su territorio solo interrumpido
por los lagos, conocí las minas de oro, el duro batallar de los mineros de
Rosita, Siuna y Bonanza para extraer la riqueza de la tierra, recuerdo la
constitución de las primera baterías antiaéreas en Puerto Cabezas con soldados
que no tenían nombre porque no existían los registros de población, rememoro la
instalación de los médicos cubanos a comienzos de 1980, en apartadas comarcas
de pobladores misquitos, sumos y ramas del Caribe donde nunca había llegado un
galeno y en las que los índices de contagiados con enfermedades curables
superaba el 70% y los “ancianos” no llegaban a los 40 años. Recorrí los
extensos campos de algodón del caluroso occidente chinandegano y leonés, visité
las anchurosas zonas ganaderas de Chontales y Boaco y las insurrectas montañas
del norte, que todavía respiraban el mismo aire que el general Sandino en las
Segovias, Matagalpa, Madriz y Jinotega. Estuve y he vuelto muchas veces a ese
sur heroico del departamento de Rivas, donde me hice hombre, guerrillero y
revolucionario. Recorrí las calles llenas de historia de los pueblos de Masaya,
Granada Estelí y Carazo y sus campos plantados de café y flores. Hice de
Managua mi ciudad, caminé por sus mercados, por sus barrios orientales por los
que un 20 de julio de 1979 pude todavía palpar el inconmensurable heroísmo de
un pueblo que se aprestaba a curar las heridas de la guerra.
Pero no lo dejaron, no le dieron ni un instante de respiro.
La primera Purísima (la fiesta religiosa más importante del país) que pasé en
Nicaragua, la de diciembre de 1979 estaba al norte de Somotillo, en Cinco Pinos
y el Variador al noroccidente del país, donde me habían ordenado trasladarme
con una batería de artillería,
subordinarme al Jefe de Batallón de Chinandega Iván Tercero Loáisiga, y
estar listos para desplegarnos en combate y repeler una probable agresión de
las fuerzas armadas hondureñas que estaban concentrando tropas en la frontera
para provocar a la joven revolución triunfante. Diciembre de 1979, solo cinco
meses de paz le concedió el imperio al pueblo nicaragüense!!!!!
Y todo sabemos lo que vino después…la guerra, la agresión
artera desde Honduras, el bloqueo de los puertos, las sanciones económicas, el
intento de rendir por muerte o por hambre al sencillo y abnegado pueblo que por
tercera vez los había derrotado: a mediados del siglo XIX, cuando el mercenario
Walker intentó crear una extensión de Estados Unidos en Centroamérica; a
comienzos del siglo XX cuando el general Sandino y su Ejercito de Hombres
Libres los hizo morder el polvo de la derrota y los expulsó del territorio
nacional y ahora, en 1979, cuando los hijos de Sandino, hicieron huir al hijo
de puta Somoza (como lo llamó Roosevelt). No perdonaron a Nicaragua y no la
perdonarán jamás.
Siento el orgullo de haber sido un combatiente
internacionalista de Nicaragua, cargo en mis hombros el honor de haber sido
fundador del Ejército de Nicaragua, de haber podido colaborar en la formación
de sus primeros jefes militares, bisoños guerrilleros exitosamente devenidos en
líderes para construir la fuerza militar más poderosa de Centroamérica, más que
por sus armas y su poderío bélico, por la fuerza de su conducta, por la dignidad
y responsabilidad con la salvaguarda de su patria de sus hombres y mujeres, por
el honor de ser hijos de Sandino, de Zeledón y de Andrés Castro.
Y alguien, tal vez con justicia me diga que eso es el pasado
y que hoy la realidad es otra. Pero, es que volví a Nicaragua, lo hice en 2008
como embajador de Venezuela, como embajador de Chávez, y esta vez mi quehacer
no fue exitoso, lo digo sin vergüenza y sin rubor, fuerzas oscuras conspiraron
aquí y allá, para que me sacaran, ocurrió lo increíble, el embajador de Chávez
fue sacado de Nicaragua por un gobierno sandinista. Pero, así son las
imperfecciones de estos procesos. Al regresar conversé con el Comandante, no
voy a revelar lo que me dijo, fue una conversación privada y él,
lamentablemente no está para corroborar su contenido, pero estoy tranquilo, no
tengo resentimientos y si lo traigo a colación no es porque desee hablar de
ello, sino porque sin falsa modestia siento que puedo opinar sobre este país
hermano, a pesar del maltrato y la humillación sufrida he vuelto muchas veces y
he sentido el aprecio y el cariño de muchos compañeros y compañeras: los mismos
del 79, los mismos del 84, los mismos del 89, los mismos de la resistencia a
los 17 años de neoliberalismo, los mismos del 2007, los mismos del 2018. Ahí
están, siguen luchando, dan la cara, aman su país, son sandinistas hasta la
médula y no lo entregarán. Estén seguros de ello como lo estoy yo, combatirán
hasta el final, ni se venden ni se rinden, jamás!
No bastan el maltrato y la humillación personal que sufrí
aquí y allá para que yo deje de sentir un amor infinito por el pueblo
nicaragüense. En este momento tan difícil que están viviendo, recuerdo dos
cosas, la primera del Che cuando en un acto en Santiago de Cuba en noviembre de
1964 nos alertaba: "...porque es la naturaleza del imperialismo la que
bestializa a los hombres, la que la convierte en fieras sedientas de sangre,
que están dispuestas a degollar, asesinar, a destruir hasta la última imagen de
un revolucionario, de un partidario de un régimen que haya caído bajo su bota o
que luche por su libertad... Y recordemos siempre, que no se puede confiar en
el imperialismo pero ni tantito así, nada”.
La otra me la dijo personalmente el Comandante Tomás Borge
cuando lo visité en Lima, en fechas cercanas a su enfermedad y posterior
fallecimiento “América Latina y sus procesos revolucionarios son muy complejos,
hay quien puede confundirse o estar desorientado, en esos casos hay que saber
donde está Fidel: ahí hay que estar”.
Cuando Nicaragua sufre los embates imperiales, posiblemente
iniciados por errores de conducción, por fallas en la subjetividad de la
dirección, por métodos y prácticas incorrectas, cuando se pretende retrotraer
la historia, cuando la muerte y la destrucción disfrazadas de democracia se quieren
instalar en la patria de Sandino de Rubén Darío y de Carlos Fonseca Amador
nadie puede estar confundido, hay que estar donde está Fidel, o visto de otra
manera hay que saber donde esté el imperio para ponerse en la trinchera del
frente. Estar con Estados Unidos es estar con los enemigos de la humanidad. Lo
dice el himno del FSLN. Los errores que se hayan podido cometer se tendrán que
superar será el propio pueblo el que exigirá retomar el camino correcto, no
habrá soluciones venidas desde afuera, menos del norte, tampoco de la OEA o de
la CIDH, no será Almagro, el pupilo de Pepe Mujica el que vaya a dictar las
pautas del “comportamiento correcto”. Como dice el periodista argentino José
Steinsleger: “El pueblo sandinista decidirá. Mas no para que los escritores
caigan en el prosaísmo de ser aclamados por consideraciones que exceden sus
méritos literarios, o convirtiendo la paradoja en receta de buena ciudadanía”.
sergioro07@hotmail.com
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