Por Carolina Vásquez Araya:
Los humanos poseemos un mecanismo de adaptación que nos
salva o nos arruina.
No dejo de maravillarme cada vez que alguien intenta
justificar el estatus actual en Guatemala, como si esperara la aparición de
algún fenómeno mágico capaz de transformarlo y, de paso, responsabilizando a
las víctimas por la imperdonable situación de marginación, hambre y
discriminación en la cual viven: “es que se reproducen como conejos”, “es que
el problema reside en la sobrepoblación”, “es que si se aplicara la pena de
muerte esto cambiaría”, “es que las mujeres no educan a sus hijos”… Actitudes
especialmente recurrentes en personas cuyo nivel de educación está por encima
de la media, con posibilidades de incidir en cambios sustantivos de un sistema
política y económicamente caduco, un sistema cuyo efecto más notable es la
división de la sociedad entre unos pocos ricos muy ricos y una inmensa mayoría
de pobres muy pobres.
Por lo general, estos comentarios carecen de un respaldo
documental, más que esa ‘sensación’ de estar en lo cierto.
En sentido contrario: lo documental, las investigaciones
académicas, los avances en el estudio de los fenómenos sociales y económicos de
las últimos décadas en Guatemala revelan otra cosa muy diferente y dejan al
descubierto las enormes injusticias que padece más de las tres cuartas partes
de la población. Adjudicar a las víctimas del sistema la culpa de la violencia,
la desnutrición (“solo les dan tortillas a sus hijos, así cómo van a
desarrollarse…”) y otras profundas carencias padecidas por los sectores más
pobres, es un acto de infinita maldad e ignorancia.
En días recientes se han producido violentos desalojos y
familias enteras han quedado a la intemperie sin alimentos, sin techo sobre sus
cabezas, con niños y ancianos soportando el frío de la noche. Eso, para
proteger los intereses de individuos y empresas cuyas fortunas han sido
amasadas a la sombra de la corrupción y los privilegios. Este es solo un
ejemplo de la injusticia, pero como este hay muchos: fuentes hídricas –ríos y
lagos- impunemente contaminadas por desechos industriales; periodistas
asesinados, amenazados o capturados por denunciar actos de corrupción de
empresarios, autoridades y redes criminales; obras inconclusas y abandonadas;
pactos legislativos cuyo objetivo es callar a la prensa, amordazar a la
población y garantizar la impunidad por crímenes cuyas consecuencias, entre
otras, es la muerte por desnutrición, los asesinatos de mujeres, la muerte
materna y, por supuesto, la criminalización de las protestas ciudadanas.
Pero la mente juega de manera perversa con nuestro instinto
de conservación, neutralizando el impacto de las agresiones para no
experimentarlas con toda la fuerza de la conciencia. De este modo, las personas
se refugian dentro de su ámbito más cercano, en su ilusión de inmunidad contra
una realidad abrumadoramente poderosa y continúan en su quehacer cotidiano
hasta que la violencia los alcanza. Y la violencia, hipotéticamente, los
alcanzará; si no de manera directa, lo hará por medio de experiencias en su
círculo familiar o laboral, a través del temor de caminar por las calles,
detenerse ante un semáforo en rojo o ver aproximarse a un hombre en una
motocicleta.
Si analizáramos con la mente muy atenta los alcances de la
distorsión de nuestro sistema de vida y de valores, quizá veríamos cómo lo
patológico se ha vuelto natural, cómo nos acomodamos para no confrontar una
realidad dolorosa por injusta, por viciosa, por macabra. Cómo hemos adoptado a
las redes sociales para hacer de ellas un instrumento de catarsis, tan
estridente como ineficaz para incidir de manera seria y contundente en un estado
de cosas rayanas en el surrealismo más extremo.
De nada sirve la protesta si no está articulada por una
organización que le aporte consistencia.
elquintopatio@gmail.com
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