Por Carolina Vásquez Araya:
No cualquiera puede tomar decisiones en una mesa de diálogo,
si esas decisiones afectan a otros.
Para emprender una iniciativa de diálogo político con el
peso y la legitimidad indispensables, las partes también deben gozar de una
credibilidad a toda prueba. Porque nada hay más absurdo que un diálogo entre
actores cuyos intereses particulares no solo dominarán la escena, también harán
imposible la consecución de resultados positivos para todos. Por esta razón no
tan simple, los llamados al diálogo efectuados en estos días por el Presidente
de Guatemala Jimmy Morales y el sector empresarial organizado, han despertado
fundadas sospechas en amplios sectores de la ciudadanía –de uno y otro lado del
espectro- al aparecer teñidos de acuerdos ocultos y de supuestas pretensiones
de compromisos con los protagonistas más conflictivos del momento.
Buenas intenciones han pavimentado el camino del infierno
desde siempre; promesas incumplidas y una labia electoral -eficiente
herramienta de decepciones y fracasos- son el panorama archiconocido por una
ciudadanía resistente a tragarse esa misma píldora. Por lo tanto, quizá el tan
mentado diálogo deba ceñirse a los principios básicos que lo definen como un
“trato en busca de avenencias” y no como una plataforma discursiva para
legitimar lo ilegítimo ni engañar a una población cansada de falsedades. Para
ello el elemento esencial es la presencia de ciudadanos conscientes,
responsables y representativos de los intereses comunes a la población.
La integración de una mesa de diálogo vendría a constituir,
por lo tanto, una ventana a través de la cual la ciudadanía participaría como
una protagonista fundamental y no una espectadora impotente ante decisiones en
las cuales no tendría arte ni parte. Las aspiraciones legítimas de la sociedad
son muy claras: transparencia, justicia, seguridad y respeto por el mandato
constitucional, el cual pasa usualmente en cada administración del Estado como
una mera opción y no como una gorda responsabilidad.
Los filósofos griegos practicaban el diálogo como un
ejercicio intelectual de enorme trascendencia en la vida de sus pueblos; el
diálogo como base del quehacer democrático sentó sus bases en esa elevada forma
de compartir y dirimir contradicciones para así elevar de manera consecutiva el
nivel de la resolución de conflictos, como modo de superar diferencias dentro
de un ambiente de paz y concordia. Por lo tanto, el diálogo como herramienta
para alcanzar consensos jamás debe basarse en
intereses espurios ni en la defensa de privilegios para unos pocos.
En un diálogo nacional los ingredientes necesarios son la
honestidad, el respeto, el conocimiento profundo de los temas a abordar, la
preeminencia del interés común y la marginación absoluta de los intereses
particulares. Todo ello asumiendo como el enfoque principal a las urgentes
necesidades de la mayoría de la población, la más necesitada de servicios
básicos, justicia, educación, empleo, salud, vivienda y alimentación. Cualquier
otra prioridad en esta mesa representaría una desviación interesada y un sesgo
opuesto al bien común.
La pregunta siguiente sería ¿De qué modo integrar una mesa
de diálogo capaz de cumplir con esos objetivos? ¿Quiénes podrían integrarla con
legitimidad y solidez? ¿Se respetaría un semejante foro desde los centros de
poder? Las respuestas están en los distintos estamentos de la sociedad civil,
en sus líderes naturales y en las organizaciones comunitarias. En otras
palabras, en el pueblo mismo, de cuya representatividad parece haberse iniciado
un proceso de rescate durante las últimas semanas y cuyos derechos han sido
duramente amenazados y puestos a prueba. Su lugar en la mesa es uno de esos
derechos y solo le falta asumirlo con toda la propiedad del caso.
La sociedad tiene derecho a un importante lugar en la mesa
del diálogo nacional y debe ocuparlo.
elquintopatio@gmail.com
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