Por Carolina Vásquez Araya
Nunca más evidentes las distancias sociales como cuando se
cree en las diferencias.
Cuando recién llegada a Guatemala me invitaron a una cena,
decidí que lo mejor para halagar a mis anfitriones sería lucir una exquisita
prenda bordada por una mujer del altiplano, región en donde me había
encandilado el derroche de color y delicadeza de los textiles indígenas. Craso
error. Al recibirnos, la señora de la casa me miró de arriba abajo y con un
tono condescendiente me dijo: “Querida, como eres extranjera, te voy a explicar
que “eso” no se usa en nuestros círculos”. Dicho lo cual dio media vuelta y me
guió hacia el salón en donde estaban las demás señoras. Las que no se mezclaban
con los hombres porque la política no era cosa de mujeres. Eran los años 70,
bajo el gobierno del general Carlos Arana Osorio.
Yo venía de Chile, un país tan democrático como para
exasperar a la Casa Blanca, la cual no tardó en imponerle un dictador. Mi
discurso era otro, era una participación igualitaria en temas de interés común,
era una inmersión total de la juventud en la política nacional, era un fervor
democrático que ni siquiera se discutía. Esa noche tuve mi primer encuentro con
los estrictos códigos de la sociedad conservadora de este país y, por supuesto,
no sería el último. Han transcurrido muchos años y nada ha cambiado.
Los estratos sociales se ilustran con mucha precisión en la
pirámide maya, cuyos escalones extremadamente elevados fueron diseñados para
desanimar a quien pretenda escalarla. El color de la piel, los ojos y el
cabello, la manera de vestir y caminar, la estatura corporal y la estructura
ósea –todo ello producto de mezcla de razas y calidad nutricional desde la
infancia- configuran a esa nación extraña, ajena y distante cuyos cuarteles
están fincados en zonas residenciales, con ramificaciones bien protegidas a lo
largo y ancho de las mejores tierras agrícolas de Guatemala. La repartición del
país se consolidó bajo una visión colonial de conquista, pensamiento instalado en el inconsciente
colectivo de una sociedad que ni siquiera lo discute, quizá por el inmenso
desafío que representa un cambio de dirección.
Escuchar el discurso hegemónico de las clases dominantes
(perdón por el cliché) nos traslada a otro país, un país en donde el
indigenismo es una amenaza contra el desarrollo económico, un país en donde los
derechos de propiedad son superiores al derecho a la vida, un país en donde,
finalmente, poseer equivale a ser. Es una especie de nación encapsulada gracias
a su enorme poder material, pero rodeada de muros opacos que le impiden ver las
dimensiones descomunales de su error. Esa falsa sensación de seguridad y
pertenencia, ofensiva para el resto de la ciudadanía, se ha desplegado en toda
su gloria durante los recientes sucesos en el Congreso de la República entre
bandos contrarios, por la aprobación o rechazo de las reformas a la
Constitución Política de la República.
La rabia y la soberbia de quienes temen perder privilegios y
hegemonía –lo cual, si hablamos claro, equivale a pasar a formar parte del
común de los ciudadanos- resulta tan intolerable para las clases dominantes
como para haberse tomado la molestia de acudir en carne y hueso a un Congreso
que desprecian para enfrentarse a ese contingente de ciudadanos cuyas
pretensiones amenazan la estabilidad de un estatus histórico.
El desafío para quienes aspiran a consolidar la democracia y
convertir a este país en un miembro íntegro de la comunidad internacional, con
perspectivas de desarrollo basado en justicia social y el pleno imperio de la
Ley, equivale a refundar el Estado. El tinglado de privilegios, exenciones
fiscales, concesiones dudosas y preferencias frente a las Cortes no es más que
una herencia de tiempos pasados y políticas caducas.
ROMPETEXTO: Clases sociales enfrentadas en un conflicto en
cuyo centro hay privilegios heredados por ley.
elquintopatio@gmail.com
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