Por Carolina Vásquez Araya:
La clase trabajadora, la más castigada en estos meses de
pandemia.
Te exigen quedarte en casa y no puedes evitar echar una
mirada a tu alrededor con una creciente sensación de inseguridad; estás
consciente de que ese mandato tiene muchas aristas y abandonar tus actividades
no es una posibilidad real. Para empezar, si tu familia tiene la inveterada
costumbre de comer todos los días, para abastecerse de alimentos es preciso
salir de casa. Si tu jefe (o tú mismo) está ansioso y angustiado por sostener
su negocio a pesar de las restricciones, es preciso salir de casa. También debes
hacerlo cuando laboras en una institución fundamental, como los servicios de
salud, en donde tu trabajo es vital. Salir de casa, cuando no hay otra opción,
es lo que al final del día permite a otros mantener su reclusión sin mayores
problemas.
Esto, porque existe un intrincado engranaje de actividades
esenciales de las cuales dependemos todos y sin cuya dinámica enfrentaríamos
serios obstáculos para sobrevivir. Es un hecho indiscutible nuestra dependencia
del trabajo de los demás, sobre todo si ese trabajo nos provee de alimentos, de
energía para procesarlos, de una rutina para eliminar los desechos producidos a
diario en los hogares, de la entrega a domicilio cuando podemos gozar de esos
servicios, de todos y cada uno de los aspectos que garantizan una cierta
estabilidad en el orden de la vida cotidiana.
Por eso el mandato de quedarte en casa tiene sus bemoles,
dado que no cualquiera puede atender a tan sabia precaución. Sin embargo, ese
confinamiento semi voluntario ha comprobado ser el único mecanismo posible para
alcanzar los objetivos -tan abstractos como incomprendidos- de “aplanar la
curva”, reducir los contagios y así romper la secuencia ascendente que se
cierne sobre la población como una amenaza ubicua y perversa. La pandemia ha
demostrado en estos meses su inmenso poder sobre todo lo que hemos considerado
más o menos inamovible: ha destrozado nuestra capacidad de confiar y nos obliga
a evaluar hasta qué punto somos capaces de sobreponernos a una realidad
diferente, a un cambio de rutinas, a un encierro forzoso, a una transformación
sutil y progresiva en nuestra manera de ver el mundo.
Durante el transcurso de este fenómeno, no solo nuevo sino
también difícil de comprender, hemos sido dirigidos por mandatos no siempre
basados en el sentido común, muchas veces contradictorios, en numerosas
ocasiones orientados a favorecer a ciertos sectores en desmedro de la salud de
la población y con un manejo muy deficiente de la información. Esto ha
provocado un ambiente de rebeldía, especialmente entre los segmentos más
jóvenes y otros cuyos intereses específicos –políticos o económicos- terminan
por desembocar en una abierta actitud de rechazo hacia las normas de contención
de la epidemia.
Aun cuando las consecuencias no han tardado en manifestarse
en repuntes de contagios y pérdida de vidas humanas, la restricción contra
libertades personales empieza a verse como un sacrificio que sobrepasa la
capacidad de tolerancia. En este proceso, la falta de confianza en las
autoridades ha jugado un papel fundamental; sobre todo, en desmedro de un
tejido social que empieza a mostrar sus debilidades y de sistemas de gobierno
poco acostumbrados a enfrentar la realidad de sus profundas fallas. Aquello que
nos golpea hoy es, más que un virus, una enfermedad social endémica evidenciada
en la pérdida de sentido de nación y de todo lo que eso implica. Quedarse en
casa no es más que un recurso de protección eventual. Lo más importante vendrá
cuando salgamos de ella.
Difícil contener los deseos de salir, de regresar a la normalidad.
elquintopatio@gmail.com
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