Por Juan Pablo Cárdenas S.:
Es muy explicable el impacto mundial causado por el ataque
perpetrado por dos jóvenes brasileños al establecimiento educacional de donde
habían egresado, en una masacre que provocó la muerte de unos diez estudiantes
y maestros. Un horror que suele ser frecuente en los Estados Unidos, pero no
tanto en América Latina donde los grados de violencia son también muy altos e
insensatos.
Las pavorosas imágenes transmitidas por nuestros canales de
televisión y por internet han llevado a algunos comunicadores a sostener que,
en relación a otros, Chile escapa o apenas roza la lacra de la violencia
criminal. Sin duda una pretensión similar a aquella falsa creencia de que
tampoco en nuestro país existen los índices de corrupción que afectan a otros
países, pretensión que en poco tiempo se ha desmoronado con los severos y
reiterados ilícitos cometidos por la clase política y empresarial, además de
los fraudes y desfalcos millonarios de Carabineros y cada una de las ramas de
la Fuerzas Armadas.
Sin duda, todavía salvamos de acciones tan espeluznantes
como la ocurrida recién en Sao Paulo, pero en ningún caso podríamos negarnos a
que el fenómeno de la violencia ya está entronizado en nuestra sociedad, en
sucesos registrados cotidianamente por nuestra prensa y muy especialmente la
Televisión. Por sobre lo que sucede en la política, la economía, la cultura o
el mismo deporte, son los portonazos, los asaltos callejeros, los femicidios y
tantos otros delitos los que más destacan los principales titulares de nuestros
medios de comunicación. Al mismo tiempo que los sondeos de opinión pública
constatan la creciente preocupación de los chilenos respecto de su seguridad,
tanto que ya se ha consolidado en un lucrativo negocio la venta de todo tipo de
servicios para registrar e identificar las acciones delincuenciales en los
barrios, calles y viviendas de todo el país.
Es curioso, pero ya no existe asalto o despropósito criminal
que no sea registrado por las cámaras instaladas por doquier a lo largo y ancho
del país y cuyas imágenes, por supuesto, sirven de valioso material
periodístico para los noticiarios de TV, así como para alimentar el morbo de
los cibernautas. Ninguna estadística nos señala, sin embargo, que estas medidas
y recursos, como los propios drones de la policía y las municipalidades, nos
estén previniendo realmente de tales delitos. Por el contrario, todo indica que
un porcentaje muy alto de la población ya ni siquiera denuncia muchos de estos
atentados, en la desconfianza que ha crecido respecto de la probidad y
eficiencia de las policías, jueces y fiscales.
Al mismo tiempo que se agota la capacidad de las cárceles
para encerrar a tantos infractores, son ahora los gendarmes de nuestros
numerosos penales los que se quejan de ser acusados por su presunta complicidad
con los internos dispuestos para su vigilancia y cuidado. Porque también los
opinólogos, que tanto abundan en nuestros medios, han descubierto que es
rentable al raiting especular con la idea de que existe en la administración de
justicia una puerta giratoria para que los delincuentes entren a las cárceles,
pero vuelvan prontamente a las calles prácticamente impunes.
Si la delincuencia no siquiera creciendo y alarmando cada
vez más a los chilenos, el Gobierno no estaría impulsando una ley para que las
policías puedan hacer “controles de identidad” a partir de los 14 años de edad,
iniciativa de la cual Piñera dice contar con un masivo apoyo ciudadano, aunque
su propuesta está recibiendo el repudio de las organizaciones de Derechos
Humanos y de protección a la niñez.
Se sabe que la violencia que asola a tantos países es
directamente proporcional a sus índices de pobreza, pero sobre todo de
desigualdad entre sus habitantes. Además de comprobarse que no basta con
otorgar más recursos a las policías o hacer cada vez más sofisticado los
sistemas de vigilancia callejera para purgar este mal, cuyas alarmas y “botones
de pánico” ahora están en cada vehículo, cuanto, en barrios y casas, además de
bancos, estadios y toda suerte de recintos públicos y privados.
En el caso chileno, los gobernantes y parlamentarios son muy
diligentes en aprobar leyes y normas para hacer frente a la violencia,
otorgándole mayores fueros a las policías para enfrentar el descontento
social. De forma que otra vez un carro
lanza aguas ha provocado lesiones graves a una estudiante de la Universidad
Católica de Valparaíso que desfilaba como los centenares de miles de mujeres en
su Día Internacional. Pero lo que no existe son medidas y correctivos para
redistribuir el ingreso, elevar el salario mínimo y las posibilidades de
empleo, aumentar el monto de las pensiones, hacerles frente a las
especulaciones de las farmacias y laboratorios, entre tantas otras lacras que
alimentan la decepción y estimulan la violencia. Así como tampoco se encara
eficientemente el creciente tráfico y consumo de drogas que condena a una
enorme cantidad de menores a abandonar sus estudios y desahuciar una vida
digna. Todo esto porque, por mucho tiempo también se creía que el narcotráfico
era un tema ajeno y que Chile era a lo sumo un pasadizo de la droga, pero sin
que ésta llegara a ser consumida por nuestra población.
Esta pretensión de sentirnos superior a nuestros países
vecinos, o creernos “un país mediterráneo, pero en un mal barrio” (como llegó a
escribirse) nos ha conducido a enfrentarnos tardíamente a los problemas más
acuciantes de nuestra población. Haciendo gala de una arrogancia que se expresa
en darle la espalda al continente y renunciar, por ejemplo, a la posibilidad de
enfrentar más coordinadamente con nuestros vecinos problemas que nos son
comunes y traspasan nuestras demarcaciones geográficas.
Renuentes a aceptar, en realidad, que hay naciones de
nuestra región en verdadera posibilidad de hacerse más soberanos, ricos y
promisorios en relación a un país prácticamente mono productor y cuyas reservas
naturales están hipotecadas al extranjero, bajo la férula estricta del
colonialismo. Con un sistema institucional vergonzoso, además, si se considera
que es hereditario de la constitución pinochetista de 1980. Por lo cual
mantenemos un severo pendiente democrático, si se considera la pobrísima
participación ciudadana, la consiguiente falta de legitimidad de las
autoridades, el descalabro general de los partidos políticos y la ausencia de
organizaciones sociales.
Añadiendo a lo anterior, el déficit de ser uno de los pocos
países de América Latina que todavía no reconoce su plurinacionalidad y
mantiene una larga guerra racista y de ocupación en territorio mapuche. Un
conflicto que suma cada día más víctimas y luctuosos episodios. Sin descartar
ahora el riesgo de que todo remonte y alimente la posibilidad de otro quiebre
institucional, una confrontación como la encarnizada Revolución de 1891, o nos
condene a hechos de violencia tan inauditos como el bombardeo a La Moneda en
1973 y el homicidio de los dos últimos presidentes constitucionales. Episodios
que hablan, más bien, de que siempre en nuestra historia hemos estado a la
cabeza de los países más violentos de la Región, donde los atropellos a la paz
social son nuestro pan de cada día.
Aunque, de momento, escapemos de aquellos hechos terroristas
de nuestro pasado no tan remoto, por lo demás. Probablemente porque siempre han
sido instigados y ejecutados por la ultraderecha, muchos de cuyos activistas
hoy son los que nos gobiernan y siguen al abrigo del poder.
juanpablo.cardenas.s@gmail.com
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