Por Juan Pablo Cárdenas S.
Los próximos procesos electorales de la política chilena van
a determinar quienes lleguen a La Moneda, definir cuáles serán los nuevos
senadores y diputados de la República, además de los centenares de consejeros
regionales cuya elección quedó pendiente después de los recientes comicios de
gobernadores, alcaldes, concejales u otros. Oportunidad en que se determinaron,
también, los 155 integrantes de la Convención Constitucional.
Debemos ser uno de los países con más representantes del “pueblo”, en relación al tamaño de nuestra población de poco menos de 20 millones de habitantes. Asimismo, pocos ciudadanos del mundo deben demostrar tanto interés por constituirse en autoridades políticas, preocupación que en otros estados se limita a los partidos políticos que nunca, por lo demás, suelen ser tantos como aquí, donde fácilmente se pueden contar más de treinta agrupaciones de derecha, centro e izquierda, si es que todos estos pueden ser catalogados de esta manera.
En los últimos días, de todas las primarias, consultas
ciudadanas y conciliábulos cupulares terminaron resultando nueve postulantes
presidenciales y miles de candidatos al Congreso Nacional, en toda una onerosa
faena que se catalogó de “fiesta de la democracia”, pero que en total no
comprometió a más de tres o cuatro millones de personas de los de 12 o 13 que
estuvieron convocados. En este sentido, la epifanía se concentró en los que
están interesados en lograr un cupo electoral, así como en las programaciones
televisivas especiales, pero no logró interesar a la inmensa mayoría de
chilenos estresados por el desempleo, el trabajo mal remunerado, la pandemia y
los peligros de una cotidianeidad en que campean el crimen organizado, los
narcodelitos y tensiones sociales cada vez más virulentas en la Araucanía y
otros puntos del territorio.
A lo anterior, y
sirva también como explicación, hay que sumar que el estado chileno gratifica
muy bien a quienes llegan La Moneda, al Poder Legislativo, a los municipios, a
las embajadas y a ese conjunto de instituciones y empresas del Estado que
disponen de administradores de carácter político que no se derivan
necesariamente por sus méritos. Aunque es justo aclarar que en los últimos años
se han implementado leyes y prácticas tendientes a que a los altos cargos de la
llamada burocracia sean definidos por concursos y procedimientos más serios y
formales. Sin embargo, como estamos en Chile, sabemos que con la ley han
surgido las trampas para vulnerar lo convenido.
Ser parlamentario, edil, embajador o estar incorporado a la
planilla ejecutiva y los directorios del Banco del Estado, de Codelco y otros
organismos resulta un enorme beneficio para quienes, además, retienen muchas
veces sus cargos por cuatro, ocho o más años. Como ha sido varias veces
comprobado, un parlamentario o un ministro en Chile puede ganar más que un
colega en Estados Unidos, Alemania y los países más ricos y poderosos de la
Tierra, pero además de su sueldo, sabemos que la posesión de muchos de las
altas funciones facilita a sus titulares aprovechar apetecidas oportunidades de
negocios, cuando no acceder a esas coimas que las grandes empresas disponen
para cogobernar con el Ejecutivo, el Parlamento e influir en las decisiones
judiciales. Las remuneraciones de los altos cargos del Estado sobrepasan por lo
menos cinco veces el ingreso promedio de los trabajadores chilenos y mucho más,
todavía, cuando se trata del salario mínimo. Brecha que no existe, por
supuesto, en las democracias serias y acaso en las mismas dictaduras del mundo.
Cuento aparte es formar parte de las cúpulas uniformadas,
donde la malversación de los caudales públicos, sobresueldos y privilegios
previsionales y de salud, por ejemplo, son el pan de cada día. Es cosa de sumar
cuántos militares, altos policías y otros están imputados actualmente por sus
fraudes al fisco y otras prácticas de corrupción en una siniestra realidad que
involucra e integra también a muchos civiles que tienen directa relación con
nuestros institutos armados, relación que es muy placentera para muchos los
políticos. Ya nadie se atreve a decir que Chile es un país probo en relación a
otros de América Latina y del mundo. Quedaron, ciertamente, muy atrás aquellos
años en que hubo gobernantes que abandonaron pobres del palacio gubernamental,
renunciaban a su dieta parlamentaria y se demostraban insobornables en relación
a las propuestas públicas y la contratación de empresas encargadas de
desarrollar obras de infraestructura o viviendas populares. Ha quedado
demostrado que construir un hospital o un colegio resulta mucho más caro en
Chile que en muchos otros países de la Tierra. Cuando no culminan en puentes,
grupos habitacionales, carreteras, líneas férreas y otras que colapsan en muy
poco tiempo a causa de la falta de probidad de los constructores nacionales y
extranjeros siempre al acecho del erario fiscal.
A todo nivel social existe ansiedad por alcanzar cargos
públicos. Incluso ahora no faltan los grandes empresarios como Sebastián Piñera
que manifiestan su interés por un ministerio o escaño legislativo. Ello se
demuestra en la enorme oferta de candidatos, entre los cuales no pocos se
cambian de partido o creado otros a objeto de obtener cupo en las papeletas.
Precisamente entre los propios candidatos presidenciales se puede descubrir tal
mutabilidad, lo que se explica también en la consistencia ideológica y falta de
proyecto histórico de las colectividades. Si hasta tenemos postulantes sin
programa alguno y otros que hasta ofrecen dinero y viajes de resultar electos.
Ni qué decir los que quedaron “colgados de la brocha” como se dice, al
decidirse militar en algunos referentes que los utilizaron y posteriormente se
sacudieron de ellos. Se sabe que dos ex candidatos presidenciales que buscaron
nuevo domicilio político para extender sus pretensiones electorales han quedado
en la orfandad misma.
Es iluso pensar que ante tanto postulante aumente
sustantivamente la concurrencia a las urnas, a no ser que se reestablezca el
sufragio obligatorio. Seguramente, se van a mantener o variar muy discretamente
los altísimos índices de abstención, en un país que en el pasado hasta podía
ufanarse del gran espíritu cívico de su población. Porque hoy son contadas las
excepciones de los dirigentes que tienen propuesta y efectiva vocación de
servicio público. A lo anterior,
consignemos la desvergonzada dispersión de los sectores autodefinidos como
izquierdistas o progresistas , lo que hace muy probable que termine
favoreciendo la continuidad de la derecha en el Gobierno.
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