Por Carolina Vásquez Araya:
El sistema está diseñado para arrebatar al pueblo toda
posibilidad de defensa.
Si Guatemala ha cruzado por abusos extremos contra su
pueblo, con un conflicto armado interno por más de cuatro décadas y el atroz
genocidio contra los pueblos indígenas, hoy enfrenta una de las pruebas más
duras y definitorias de su historia reciente. Atrapados en un sistema que no
deja espacio alguno a la participación ciudadana, los guatemaltecos observan
cómo –gracias a un pacto perverso- las cúpulas empresariales y políticas echan
por tierra, con el respaldo del ejército, todo viso de institucionalidad y
prácticamente declaran el establecimiento de otra dictadura más a esa historia
plagada de delitos contra el pueblo.
El presidente no preside. Es un títere del sector
empresarial organizado que ha secuestrado el poder por décadas a través de una
entidad desde la cual utiliza toda clase de mecanismos para proteger sus
privilegios, a costa del desarrollo del país. Mientras tanto, el sector
político se aferra a una ley electoral y de partidos políticos, LEPP, elaborada
con toda la intención de impedir una elección verdaderamente popular y
democrática de las autoridades; y para garantizar la continuidad de un sistema
podrido hasta la médula. De ese modo han sido capaces de retorcer la justicia
apoderándose de las cortes, así como establecer pactos con el Departamento de
Estado con el propósito de evitar la “amenaza” de un cambio de dirección
política hacia un sistema más justo.
El panorama de hoy pone la cereza sobre ese pastel al
confinar a la ciudadanía frente a la amenaza de un contagio viral. El pacto de
corruptos tiene la mesa servida para ejecutar –literalmente- toda clase de
maniobras con la finalidad de eliminar de un golpe la sombra de democracia que
aún resiste. El escenario en ese país se asemeja a las peores catástrofes
humanitarias de países en guerra. Las inmensas sumas de dinero procedentes del
narcotráfico blindan a ciertos políticos contra cualquier intento de depuración
y se filtran fácilmente hacia el sistema jurídico con el fin de evitar un
intento de frenar sus abusos.
La parálisis ciudadana se ve hoy agravada por la enfermedad
y la muerte. Carentes de atención sanitaria de calidad –y, peor aún, carentes
del todo en gran parte del territorio- millones de personas están condenadas a
su suerte por orden presidencial. El gobierno, incapaz de ejecutar los fondos
destinados a atender a la población y establecer medidas de contención contra
la pandemia, se declara abiertamente incompetente y la deja abandonada a su
suerte. En un país en donde la miseria ha sido política de Estado y en donde
más de la mitad de la población infantil padece desnutrición crónica, los
efectos del coronavirus se asemejan a un incendio devastador. Solo cenizas
quedarán.
El cinismo de los gobernantes –desde los tres poderes del
Estado- es una realidad contra la cual no se observa reacción alguna del
pueblo, más que la frustración y la ira expresadas en redes sociales. Sin
embargo, esa ira acumulada no tiene una salida efectiva debido a la división
cultural, social, económica y étnica de la ciudadanía; y debido también a que
se la ha privado de acceso a una educación de calidad capaz de prestarle
herramientas de análisis. Esto último ha permitido la infiltración de entidades
desde las cuales se la ha convencido de que la salvación reside en la fe. Una
manipulación espiritual convertida en pingüe negocio para las iglesias
pentecostales. Hoy, el pueblo necesita recuperar la dignidad que le han arrebatado
durante su historia y para ello requiere valor, pero sobre todo comprender la
importancia de su papel en ese proceso.
Un Estado capturado por la corrupción deja de ser legítimo.
elquintopatio@gmail.com
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