En junio de 2013, unos días después del estallido de las
protestas masivas que sorprendieron a muchos en Brasil, incluido el propio
gobierno de la época, un amigo me preguntó: “¿cómo ves todo esto?”.
Conforme a una vieja y saludable práctica, evité opinar
sobre asuntos en los que su fuerza política tenía implicación directa y
fundamental. Opté por abordarle el otro lado de la “moneda”: el factor externo,
sin el cual – le enfaticé – todo ejercicio de interpretación quedaría trunco,
“más aún por ser Brasil”.
Con la confianza de la amistad, me interrumpió con esta
expresión: “!No me irás a decir que los gringos están detrás de todo esto…!”.
Le respondí con igual énfasis: “!Pues es eso, exactamente, lo que te iba a
decir!, pero con este matiz: los gringos están también, tienen papel
protagónico, pero no son los únicos…”.
Acto seguido le agregué: “Las causas de las protestas son
múltiples y todas tienen muchas variables asociadas, internas y externas,
históricas y coyunturales. Para ustedes y para la izquierda de América Latina y
el Caribe será fundamental entender bien lo que aquí está sucediendo, de forma
integral, sin omisiones pragmáticas (…). Lo que sucede en Brasil irradia de
inmediato, sobre todo, para América del Sur”. El razonamiento es válido respecto
a la realidad política actual.
Acto seguido le argumenté en términos coloquiales los datos,
los hechos y los análisis que siguen, ahora con el estímulo de su honradez: dos
años después, tras el Congreso Nacional
aprobar el impeachment que interrumpió el mandato legítimo de Dilma
Rousseff, sin haberle podido probar cargo alguno, escribió esta nota: “(…)
lamentablemente tenías razón, esos (impublicable) están hasta el cuello
implicados en lo que ha pasado aquí”. Así fue y así continúa siendo.
MÁS AÚN POR SER BRASIL
Tres años y medios después, el país austral avanza con
celeridad dominado por niveles de odio y
violencia que sus mentes más lúcidas, de
todas las filiaciones políticas, sociales, religiosas y académicas, empiezan a
temer y, por fortuna, a alertar y denunciar. Los hechos confirman que su
sistema político está viviendo una crisis estructural e integral, u orgánica, como aducen algunos desde una
perspectiva analítica gramsciana.
La nación transita por un proceso paradójico: desde ciertas
reglas del ordenamiento jurídico vigente se están vulnerando, día tras días, el
Estado de Derecho y la paz interna. Bolsonaro y el bolsonarismo aparecen como
los responsables principales e inmediatos de tal estado de cosas. Pero ello es
solo una parte fundamental de la verdad. El país es escenario de una lucha de
clases que enfrenta intereses internos y también externos. Es un caso test en
este sentido.
La explicación sobre lo que acontece guarda, a la vez, una relación directa y esencial con las
exigencias económicas, políticas, geopolíticas y simbólicas del gran capital
transnacional y, sobre todo, con las de su sector hegemónico, el financiero.
Estos intereses operan de forma directa y vía aliados internos, lo cual no es
equivalente a que toda la derecha haya sido cooptada para el plan antinacional
en curso. Esta es la fracción que podría aún apoyar los esfuerzos anunciados
para formar un frente amplio en defensa de la democracia.
Para los representantes gubernamentales de esta élite
transnacional, sobre todo para los que sirven a su núcleo hegemónico, los
EE.UU., pasó a ser una prioridad impedir que Brasil emerja como una potencia
viable en el estratégico Atlántico Sur, tal y como en su momento lo advirtió
Noam Chomsky
¿Qué datos de la realidad, qué hechos históricos y qué
argumentos dan sustento a esta tesis? De manera sumaria se pueden identificar
los siguientes, sin la pretensión de que sean todos.
El Brasil cuyo sistema de democracia liberal burguesa
permitió la aprobación de una constitución progresista y con formulaciones
avanzadas tras el fin de la dictadura militar instalada en 1964 (pecado 1); la
posterior elección de un obrero metalúrgico como Presidente (pecado 2); que
posibilitó que éste concluyese su segundo mandato con 83% de popularidad
(pecado 3) y que eligiese a su sucesora con amplitud de votos (pecado 4).
El país, además, que se transforma en la sexta economía del
mundo bajo la presidencia de este obrero, sin haber producido cambios
sustantivos en los fundamentos de la matriz económica nacional (pecado 5); que
al frente de un gobierno de izquierda y progresista decide impulsar con éxito
una política internacional de paz y cooperación, activa y altiva, con
resultados constructivos importantes en África, el Medio Oriente y América
Latina y el Caribe (pecado 6), y que sacó a millones de la extrema pobreza y la
pobreza (pecado 7), por todo ello se transformó en otro “mal ejemplo” a anular,
aún sin haber transitado, como Cuba o Venezuela, por caminos revolucionarios.
Para anular el “mal ejemplo”, la derecha internacional y la
interna aliada aprovecharon la interdependencia del país respecto al gran
capital transnacional, en virtud del alto grado de transnacionalización de su
economía y por el tipo de inserción que le caracteriza en la división internacional
del trabajo. Sabían que ello lo
tornaba más vulnerable a un
proceso progresivo de desestabilización de amplio espectro en los marcos de los
llamados Golpes Suaves, o para decirlo en términos más exactos, según las
premisas de la Guerra no Convencional, diseñada por los estrategas
estadounidenses para tratar de recuperar la hegemonía global del imperio en
decadencia.
Esta necesidad de quebrar las opciones potenciales de
desarrollo autónomo de Brasil, vista al calor de la situación actual, obedece a
necesidades intrínsecas del gran capital (dimensión estructural-genética);
guarda relación con los factores de poder nacional que posee esta nación en
proporciones colosales (dimensión histórico concreta); y se explica a la luz de
la política de los EE.UU. por recolocar a América Latina y el Caribe como
factor de contención a favor de su geopolítica mundial (dimensión política).
Para las demandas expansionistas del gran capital y para su
necesidad de maximizar la cuota de ganancias, dominar la dinámica de los
procesos de concentración de la propiedad y la riqueza en un país continental
como Brasil, se transformó en una exigencia mayor, sobre todo tras la crisis
financiera del 2008 y luego del desafiante ascenso de la izquierda en la
región, que duró hasta el 2009.
A nivel global, tales demandas de la élite capitalista
mundial se corresponden con la necesidad intrínseca de quebrar obstáculos para
la reproducción expedita y cada más rápida y segura del movimiento de los
capitales, con el plan de controlar sin límites los recursos naturales de los
países “en desarrollo”, así como con la determinación subordinarlos de manera
fácil al objetivo de mercantilizar todo lo mercantilizable en ellos, esto es,
lo que Williams Robinson llama expansión intensiva del capital.
Como parte de esta lógica, la élite que Oxfam identifica
como el 1% de la población mundial, en el caso de Brasil decidió quebrar y/o
debilitar su sistema político, a fin de alcanzar 6 objetivos a la vez, entre
otros:1/ controlar el poder ejecutivo con sus propios representantes (siempre
lo tuvieron en los demás poderes); 2/ garantizar la máxima rentabilidad posible
del capital en un contexto de recursos escasos; 3/ eliminar y/o reducir en
consecuencia los programas sociales que transfieren renta a los más pobres; 4/
restar capacidad interna al Estado para proyectar una política exterior
protagónica y propia; 5/ facilitar con ello un realineamiento vasallo de Brasil
a los EE.UU y a sus aliados; y 6/ golpear los procesos de integración alejados
de los cánones establecidos por la Casa Blanca en América Latina y el Caribe.
Debilitar a Brasil como Estado nacional e impedir que su
sistema político electoral vuelva a facilitar la emergencia de gobiernos
democráticos y progresistas, y de figuras como Lula, explica el plan de truncar
las perspectivas de desarrollo autónomo del quinto país en extensión del mundo,
sexto en población, limítrofe con 10 países sudamericanos, poseedor de las
principales reservas de agua dulce del subcontinente, dueño de un subsuelo que
atesora todos los minerales necesarios para las más avanzadas ramas de la
industria contemporánea, incluidas la petrolera, petroquímica, aeroespacial,
informática y de tele-comunicaciones.
Dañar el poder nacional de Brasil va, por tanto, mucho más
allá de frustrar un proyecto de gobierno marcado por ideas de izquierda y
progresistas, apunta a anular, de raíz, toda tentativa de sus élites,
tradicionales o nuevas, para tener un protagonismo global en el sistema de
relaciones internacionales, con un nivel decoroso de autonomía.
La derecha internacional sabe perfectamente que, más allá de
su clase política devaluada ante la opinión pública nacional e internacional,
Brasil es un polo de atracción como actor internacional respetado (salvo con
Bolsonaro). Así se observó, de manera marcada, durante los dos gobiernos de
Lula y Dilma.
Sabe más: conoce que en Brasil, en todos los sectores
sociales sin excepción, existen figuras, organizaciones sociales e
instituciones que condensan mucho
talento, alta formación intelectual, demostrada capacidad de articulación
política y decisión de lograr que el país tenga voz propia en el escenario
internacional. Ello, por tanto, las
transforma en un peligro a eliminar y/o anular, sobre todo las que poseen ideas
de izquierda y la convicción de que por la vía del capitalismo dependiente de
hoy, no habrá soluciones sustentables para encausar un nuevo proyecto nacional
de desarrollo,
En un nivel más ligado a la historia reciente, aparece como
factor de tensión con las transnacionales de los EE.UU., Inglaterra y
Canadá, la política seguida por Lula en
las ramas del sector minero energético, y continuada por Dilma, de utilizar las
empresas estatales, y las grandes empresas de capital nacional, como palancas
para un desarrollo interno más autónomo, y como pilares para potenciar los
saltos que demandaba el país en educación y salud, en este caso aprovechando la
rentabilidad de las empresas estatales.
Las petroleras de los EE.UU. e Inglaterra nunca aceptaron
quedar fuera de las enormes utilidades contenidas en las riquezas del PRESAL,
ni con la decisión de los gobiernos del PT de transformarlas en pasaporte para
el futuro en materia de desarrollo social y científico-tecnológico.
No es casual que luego de los descubrimientos petrolíferos
del 2006, en el PRESAL, anunciados con entusiasmo por Lula como obra del
talento y la experiencia acumulada por los especialistas de PETROBRAS, en julio del 2008 ya la IV Flota de los EE.UU.
estaba lista, altanera, para “proteger” el Atlántico Sur. Léase, para presionar
a Brasil, entre otros objetivos de alcance mayor. No se olvide la paranoia de
la Casa Blanca ante la presencia amiga de China y Rusia en nuestra región.
Todo indica, además, que la Casa Blanca vio como desafíos
inaceptables el protagonismo brasileño en la formación de UNASUR, en el fortalecimiento del
MERCOSUR, en la creación del Consejo de Defensa Sudamericano y en otras
iniciativas de proyección integracionista,
tanto en África, visitada 29 veces por Lula, como en América Latina y el
Caribe.
Como lo asevera uno de los académicos más respetados de
Brasil, Luiz Alberto Moniz Bandeira, al referirse al impeachment a Dilma: “Hay
fuertes indicios de que el capital financiero, esto es, Wall Street y
Washington, nutrieron la crisis política e institucional, agudizando la feroz
lucha de clases en Brasil” . Para él, además, los EE.UU. no solo luchan por
fortalecer su “influencia global” contra China y Rusia, sino contra las
potencias regionales emergentes, como era entonces el caso de Brasil.
Basta ver cómo comenzó a operar el lobby petrolero apenas
Michel Temer asumió su mandato golpista. De inmediato tomó fuerza el proceso de
privatización de las empresas estatales más emblemáticas, EMBRAER y ELECTROBRAS
incluidas. Acto seguido se dinamizó la flexibilización de las actividades de
PETROBRAS, ampliamente espiada por los servicios de inteligencia de los EE.UU.
durante el mandato de Dilma. Había llegado la oportunidad para retomar la venta
del botín. El entreguismo comenzó a negar la visión estratégica de Getulio Vargas
respecto a la independencia energética del país.
Para anular dicha independencia aparece en escena, en marzo
del 2014, uno de los más grandes fraudes jurídicos de Brasil, la Operación Lava
Jato, o como debería llamarse, Operación Contra Brasil (OCB), si se juzgan sus
efectos lesivos a la economía nacional y a las empresas de capital nacional,
las que, además, estaban implicadas en el desarrollo de importantes programas
para asegurar la defensa nacional con tecnología propia, pese a las reservas de
Washington y Tel Avid, ambas capitales muy preocupadas con el programa del
submarino de propulsión nuclear, en el cual la empresa Odebrecht tenía papel
fundamental. El tema da para un ensayo.
Hoy existen elementos suficientes para probar que la OCB fue
un diseño externo, ejecutado por un juez provinciano al que la derecha
antinacional le facilitó todas las prerrogativas para actuar y excederse en su
actuación, con tal de remover el obstáculo inmediato (Lula), a fin de lograr el
objetivo mayor: debilitar al Estado brasileño y subordinar su política externa
a las lógicas hegemónicas de la Casa Blanca. Esta es la “sagrada” misión que
Bolsonaro y el bolsonarismo están.
Todo indica que los asesores del juez provinciano en el
Departamento de Estado de los EE.UU., cuando concibieron la OCB con objetivos
múltiples, tomaron en cuenta la expresión de Richard Nixon al general Emilio
Garrastazu Médici, en 1971: “Para onde for o Brasil, irá a América Latina” . En
cualquier caso, es evidente que están dando a este país, especialmente desde el
2002, una atención más astuta y eficaz. Estúdiese, como ejemplo de ello, el
mandato de la embajadora Liliana Ayalde en Brasilia, hoy con cargo relevante en
el Comando Sur.
Sesenta y seis años después, sigue vigente lo expresado por
Getulio Vargas en su carta testamento del 24 de agosto de 1954: “La campaña
subterránea de los grupos internacionales se alió a la de los grupos nacionales
contra el régimen de garantías del trabajo” . Hoy es esto y mucho más.
rafah@enet.cu
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