Por Alberto Medina Méndez:
Muchos argentinos sienten, en estas horas, una enorme
indignación y una gigantesca impotencia. Los “cuadernos” de la indignidad
pusieron en evidencia, con brutal crudeza y sin atenuantes, ese secreto a voces
que casi todos sabían y prefirieron ignorar, por comodidad o conveniencia
personal.
Cuando aún se debatía sobre la veracidad de los documentos
encontrados y su eventual validez como prueba formal en un juicio, empezaron a
desfilar por los pasillos de tribunales un grupo de desprestigiados personajes.
A poco de andar y haciendo gala de una cobardía inigualable,
escaso decoro y ningún código de lealtad estuvieron rápidamente dispuestos a
aportar múltiples detalles a cambio de habilitar una negociación de sus
condenas.
Empresarios prebendarios, políticos corruptos y jueces
deshonestos integran, por ahora, esa nómina tan despreciable como incompleta.
La nefasta grilla no está definitivamente cerrada y todo hace pensar que se
seguirán sumando acusados y delatores a este patético culebrón.
Claro que los primeros argumentos defensivos apelaron a la
nulidad de los indicios, para luego dedicarse al sospechoso oportunismo de las
denuncias, pero fue finalmente la abrumadora secuencia de auto inculpados lo
que dejó poco margen para cualquier tipo de vanos pretextos y laxas
justificaciones.
Pocos observadores toman verdadera dimensión del tamaño del
escándalo y de sus posibles derivaciones políticas y económicas. Este puede
llegar a ser un trascendente hito en la historia capaz de marcar un antes y un
después.
Puede que estos acontecimientos se lleven puesto a los más
importantes partidos políticos, a varias generaciones de dirigentes y hasta,
tal vez, unas cuantas empresas vean severamente comprometido su futuro
inmediato.
Es posible que se convierta en una bisagra positiva y que
luego venga algo superador, pero queda espacio para que solo sea una mutación
irrelevante que solo modifique la lista de protagonistas y no consiga torcerle
el brazo a la perversa dinámica que, la corrupción estructural, ha logrado
establecer.
No faltaron a la cita quienes intentaron explicar la crisis
económica actual vinculándola exclusivamente con estos aberrantes hechos. Eso
no es cierto, pero para algunos, resulta bastante ventajoso plantearlo de este
modo.
La situación presente tiene profundas raíces que vienen de
larga data, pero que no han sido ni debidamente corregidas, ni suficientemente
mensuradas en esta nueva etapa. Si estos problemas no son encarados con
contundencia brindando señales claras e inconfundibles, nada se resolverá.
Ante este triste despliegue que debería avergonzar a todos,
en el que la política siempre hace de las suyas para sacar su tajada, los
ciudadanos no parecen tampoco estar suficientemente preparados para revisar sus
conductas y explicitar, de una vez por todas, su imprescindible “mea culpa”.
No se llegó hasta aquí por casualidad. La impericia serial,
la incompetencia crónica y la omnipresente improvisación tienen mucha
responsabilidad y explican buena parte de esta tormentosa realidad, pero eso no
lo es todo.
Del mismo modo, la corrupción no ha calado tan hondo por
azar, sino por la existencia de una participación cívica necesaria que ha sido
muy funcional a los premeditados planes de los malandras de siempre.
Va siendo hora de que aparezcan entonces los otros
arrepentidos. Los ciudadanos de esta Nación no se pueden hacer los distraídos y
hacer de cuenta que nada tuvieron que ver en esta dolorosa y trágica
involución.
Tal vez no formaron parte de las hipócritas hordas que
saquearon al país, pero fueron demasiado indulgentes ante lo inaceptable y
extremadamente dóciles frente al latrocinio, ese que se mostraba obscenamente a
diario.
Desde los tiempos de las dictaduras, una ciudadanía tan
ciclotímica como necia, ha aplaudido con convicción a todos los gobernantes.
Con el retorno de la democracia votó masivamente a cada uno de los Presidentes
que accedieron al poder, siempre con respaldos populares muy significativos.
Con la misma vehemencia con la que la comunidad acompañó
esos procesos políticos, luego desmintió esos mismos apoyos, negando cualquier
tipo de connivencia con lo que luego calificaría como catástrofe absoluta.
Existe poca vocación cívica para hacer autocrítica. Una
sociedad que no tiene la capacidad de examinar sus errores más evidentes no
podrá jamás salir de ese círculo vicioso y quedará condenada al eterno fracaso.
No se debe temer a asumir los desaciertos. Es imposible
corregir rumbos si antes no se acepta con hidalguía y humildad que se ha
tropezado y que se tiene una importante participación en ese funesto derrotero.
La gente no solo ha sido cómplice de la corrupción, sino que
muchos han apoyado fervorosamente las políticas económicas que
indiscutiblemente luego mostraron su estrepitoso derrumbe y dejaron secuelas
insalvables.
Hay que hacerse cargo y dejar de lado las infantiles
excusas. Las ideas que han ovacionado no funcionaron y fueron un gran desastre.
Los políticos a los que votaron han sido un fiasco. Fueron ineptos o corruptos,
y en demasiados casos terminaron exhibiendo ambos miserables atributos.
Nadie pretende que los ciudadanos se inmolen públicamente ni
se flagelen a cara descubierta, pero si es vital que exista una serena
introspección, una reflexión sincera y por sobre todas las cosas, un generoso,
indubitable e inteligente cambio de actitud que pueda revertir tantos años de
decadencia.
amedinamendez@gmail.com
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