En 2016 Colombia fue una gran esperanza para la paz allí y
en la región. Hoy esas expectativas están casi totalmente marchitas. Tres
asesinatos por día.
Después de negociar casi cinco años la paz entre el gobierno
de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las FARC encabezada por Rodrigo
Londoño, Timochenko, se creyó que el objetivo había sido alcanzado con los
acuerdos en septiembre de 2016. La ultraderecha y sectores belicistas forzaron
un plebiscito al mes siguiente, donde lamentablemente ganó el No, lo que llevó
a nuevas negociaciones.
La guerrilla en tren de desmovilización se vio forzada a más
concesiones.
En dar marcha atrás y reescribir la letra original de los
acuerdos, se unían los dos grandes bloques de las clases dominantes: el
gobierno de Santos, de derecha, y el Centro Democrático (que no es lo primero y
mucho menos lo segundo) del expresidente Álvaro Uribe. Así fue que recién en
noviembre de 2016 los acuerdos de paz tomaron cuerpo definitivo.
Sin embargo, el pesimismo se fue profundizando en amplias
capas sociales. Con anterioridad a esos cambios regresivos ya había una
considerable cuota de desconfianza sobre cómo los acuerdos podrían ser
aplicados por el Estado y la Justicia, bajo presión de los grupos económicos
concentrados y sobre todo las fuerzas militares que durante décadas aplicaron
la “doctrina de Seguridad” con su secuela de decenas de miles de muertos,
desaparecidos y prisioneros y 7 millones de desarraigados de sus territorios.
A ese temor concreto se añadió otro elemento: lo firmado fue
revisado en el Congreso y modificado en un sentido contrario a los
desmovilizados.
Por ejemplo, en una materia clave judicial: la Jurisdicción
Especial de Paz (JEP).
En los crímenes cometidos por los militares, no se aceptarán
denuncias “generales” de los organismos de derechos humanos ni de testigos
sobrevivientes para imputar a esos oficiales. No será sencillo lograr justicia
subiendo en la “cadena de mandos” militares, salvo en pocos casos concretos de
“autor mediato”. Los soldados que dispararon serían los únicos culpables de los
crímenes.
El Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado
(Movice) denunció que ahora “se restringe la posibilidad de investigar y
sancionar la financiación de los grupos paramilitares, se limitó la
participación de las víctimas en la Sala de Reconocimiento de la Verdad y se
debilitó la responsabilidad de la cadena de mando en los crímenes de Estado”.
En cambio, la justicia fue veloz para citar a indagatoria a
179 ex líderes de la guerrilla, reconvertida en un partido legal con la sigla
FARC. Deberán responder por 900 delitos cometidos a lo largo de la guerra de 52
años, por ejemplo, la retención de cuatro años de la excandidata presidencial
Ingrid Betancourt.
Unos cumplen, otros no.
Con el “diario del lunes” se podrá decir que las FARC fueron
extremadamente concesivas e ingenuas. Esa parte cumplió en tiempo y forma los
compromisos negociados en La Habana y sellados en Colombia, aún sin ser de su
agrado el No del plebiscito, la renegociación posterior y los cambios negativos
del Senado. A tal punto cumplieron que desmovilizaron sus 7.000 hombres y
mujeres en armas, los concentraron en las Zonas Veredales, sin que el Estado
hubiera construido la infraestructura básica para vivir. Y entregaron en tres
tandas todas sus armas a la ONU, las que portaban sus combatientes y las
depositadas en caletas.
A mediados de 2017 todo ese proceso fue finiquitado.
Lamentablemente ocurrió lo temido. Cuando el Estado no tuvo
enfrente al poder de fuego de la fuerza fundada por Manuel Marulanda, empezó a
darle largas a cumplir lo suyo. Ni siquiera liberó a todos los presos de esa
organización. Incluso a Jesús Santrich, plenipotenciario de las negociaciones
de paz, lo detuvieron con riesgo de extradición a Estados Unidos con causas
fabricadas de narcotráfico.
Iván Márquez, el número 2 de FARC, y Hernán Darío Velásquez,
dirigieron una carta al jefe de la Misión de Verificación de la ONU en
Colombia, Jean Arnault, denunciando esas injusticias y peligros.
También alertaron que “desde el 6 de Julio tropas especiales
de contraguerrilla del ejército pertenecientes al Batallón 22 y de Alta Montaña
han desplegado sobre la región del Pato un operativo terrestre que no dudamos
está dirigido a sabotear la marcha de la paz”.
En los lugares donde antes tenía fuerte implante la
guerrilla ahora hay esos operativos militares. Y también, uno no sabe qué es
peor, se radican los paramilitares y grupos armados de narcotraficantes, que
además de tomarlos como plaza de negocios van asesinando a líderes sociales y
exguerrilleros.
Según el coronel José Restrepo, director del cuerpo elite de
la Policía para la protección de líderes sociales, desde 2016 a la fecha,
fueron asesinados 178 líderes sociales. La cifra aumenta en los datos de la
Defensoría del Pueblo: 311 asesinatos. De ellos, según la Organización Nacional
Indígenas de Colombia (ONIC), que informó sobre vulneraciones a los Derechos
Humanos sufridas por los Pueblos Indígenas, durante 2017, fueron asesinados 39
líderes y lideresas indígenas.
Los datos de Restrepo indican que 65 ex guerrilleros y 20 de
sus familiares, fueron asesinados.
Esa es la dolorosa realidad de hoy, con Santos, que
empeorará a partir del 7 de agosto, con Iván Duque, delfín de Uribe. Duque
volvió de EE.UU., de reunirse con Mike Pompeo y el vice Mike Pence. Santos está
en Bruselas, como socio global de la OTAN en una cumbre de dos días, con Donald
Trump exigiendo a los 29 socios destinar el 2 por ciento del PBI para
“Defensa”. Santos fue otro Premio Nobel de la Paz tan falso como Barack Obama.
El que viene es enemigo de los acuerdos de paz y será peor.
ortizserg@gmail.com
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